4 de septiembre de 2013

Castilnovo


Seguramente era ya al final del mes de Julio. La cuadrilla de chicos paseaba sin rumbo por los prados del pueblo, sin prisas, riendo y hablando. Disfrutando de la larga tarde de verano, recorrian los caminos y los rastrojos recién segados.  Y al final, casi sin quererlo, aparecieron en la loma de El Condado,  en frente del castillo.

Se quedan mirando al pequeño valle del rio San Juan, con su espeso bosque de chopos, encinas y enebros, el único bosque que existe en los alrededores. Al lugar donde las imponentes torres moriscas de piedra y ladrillo  se elevan  verticales entre las copas de los árboles.



Una destartalada valla de alambre, no es obstáculo para ellos, acostumbrados como están a esconderse en las ruinas cuando juegan en el pueblo. Así,  al cabo de un rato, en el milenario foso, descansan tendidos en la hierba, al pie de los muros. Contemplando la mole y las nubes.

A baja altura parece que hay un hueco en los sillares del muro invadido de hiedra. Los más valientes trepan rápidamente y miran hacia la oscuridad. Uno de ellos, pronto desaparece dentro y llama a los demás.

Ágiles o torpes, en un momento, se mueven a tientas, en un negro espacio donde no se ven los límites. Tropezando, alguien encuentra una ventana y la entorna. La sala es inmensa, de piedra, llena de  viejos  cachivaches cubiertos de polvo y telarañas. En las paredes, una enorme chimenea y escaleras y puertas que invitan a explorar. Todos cuchichean a la vez con risas ahogadas y nerviosas, miedo y excitación. Los pasos resuenan en los viejos pasadizos, quizás por primera vez en mucho tiempo.

La escalera de caracol sube a la torre. La vista es magnífica. Una vista de reyes. El sol cae ya sobre el horizonte de campos agostados. Allí permanecen en silencio un momento, embobados, jadeando y respirando el aire limpio.


Recorren los pisos del castillo abriendo puertas. Hay una zona moderna, con una habitación para niños, pero de hace 60 años, con la decoración petrificada desde entonces, campanillas en la pared para llamar al servicio y papel pintado con ilustraciones de perros y gatos de los felices años veinte . Por las ventanas se ve el patio de armas. 

Pero fuera, abajo, se oye de pronto un ruido de puertas y pasos y se quedan helados. Y entre las sombras de las húmedas paredes de piedra, su imaginación les desborda.

Pero no se trata del fantasma del primer emir Abderraman o quizás del guerrero Almanzor, los que erigieron el castillo cuando aquello era una brumosa frontera. Ni tampoco el del malogrado dueño Álvaro de Luna que llegara airado a poner orden sosteniendo su cabeza cortada bajo el brazo. O el del lastimoso rey Enrique desbordado y furioso por la rebelión de Sepúlveda, que viniera en busca de los intrusos con su valido Juan Pacheco, el malvado marqués de Villena.  Fantasmas severos y antipáticos todos ellos.




Tampoco es el de Fernando de Aragón, que dio el castillo como dote a su hija natural Juana,  la que tuvo a los 17 años con Aldonza Iborra, la dama catalana que se vestía de hombre para acompañarle en las cacerías. Eso fue antes de Isabel, por supuesto, aunque fue Isabel la que dispuso en su testamento comprar el castillo para el bienestar de la hija de su esposo.
Ni es que se acercaran los pasos leves de Juliana,  la  primera Condesa de Castilnovo, nieta del rey. O ni siquiera  la presencia ruidosa de los dos hijos pequeños del francés Francisco I, rehenes allí tras la jornada de Pavía. Todos ellos hubieran sido comprensivos con estos chicos. No todos los días tienen visitas y sin duda les complace observarles.



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Pero ya oyen voces. Algo más real es el origen del ruido: los dos guardeses del castillo. Gente  que no está para bromas. Los chicos se esconden en una sala oscura, aguantando la respiración. Abajo  se oye un motor, puertas y golpes. No saben que están haciendo esos dos. Oscurece ya. Al cabo de una espera eterna, parece que ya se van. A ver por donde se salía de aquí.


El bosque en penumbra, el olor del rio y de la hierba, Una luna amarilla surge lentamente de la Sierra por Levante. ¿Alguien ha oído risas de damas o cascos de caballos? Los chicos corren sin saber porqué, el pelo de la nuca erizado, apartando las ramas.   Y ya al fin en el campo, la escasa luz les  permite distinguir todavía  su pueblo, a lo lejos, asentado como siempre en el cerro. Y el castillo poco a poco va quedando atrás, esperando, misterioso y vigilante en la oscuridad.

E igual que fueron, los chicos vuelven por los caminos, hablando por los codos, comentando la aventura al claro de luna. Y riendo se calman. ¿Por dónde habéis ido hoy a darlas?, preguntan las abuelas,  vestidas de negro.
-“Pues nada, por ahí”. La respuesta habitual. 

Pero esa noche, sus sueños se pueblan de gente que no conocen,  damas enjoyadas y caballeros que les miran altivamente, aunque quizás con cierta tristeza, como envidiando la vida, que en ellos, ya pasó.

6 comentarios:

  1. Gracias Miguel Angel por refrescarnos la historia.

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  2. Ay que recuerdos..,....

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  3. Tambien encontrábamos trozos de pelicula y botellas (vacias de Dom Perignon), restos de algún rodaje.....divertidisimo

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  4. Allí surgió tu afición por la historia. Bonita entrada.

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Gracias por tu comentario