(Extracto de la tesis doctoral de Gonzalo Madrazo García de Lomana (2007): La evolución del paisaje forestal en la vertiente segoviana de la Sierra de Guadarrama)
La Real Ordenanza para el aumento y conservación de Montes y Plantíos de 7 de diciembre de 1748.
Esta norma, si por un lado presenta herencias del régimen de aprovechamiento vigente hasta entonces, por otro es el dispositivo más elaborado del estado absolutista para controlar los recursos forestales. Es decir, refleja el acoso al dominio concejil enfrentado a la progresiva preeminencia de la administración central, despertando, por añadidura, numerosas críticas en los círculos liberales –relativas a las limitaciones en el libre uso de los predios forestales particulares–. Sin embargo, se reconocen en dicha ordenanza algunos aspectos que durante los siglos XIX y XX caracterizarán la gestión de los montes públicos, siendo el principal la administración centralizada y exclusiva para la conservación y repoblación de los montes. Por su parte, el cambio de escalas en la gestión tendrá consecuencias negativas para las comunidades locales y para los propios montes, ya que se extiende en los pueblos un resentimiento y desapego ante la imposibilidad de aprovecharlos, producto del dominio de una administración de la que no participan y por la que no se sienten representadas. Seguiremos a continuación el rastro documental de esta política borbónica de montes y plantíos en buena parte de la zona serrana de Segovia.
A pesar de las amplias disposiciones y las duras penas de la Ordenanza de Montes y Plantíos de 1748, la dinámica del espacio forestal obedece a causas que sobrepasan los límites de esta norma, comenzando por la propia política hacendística de la monarquía, que muchas veces se encuentra en el trasfondo de los esquilmos que se hacen en los montes de los pueblos. Tampoco se puede olvidar la concurrencia de diversos programas y actuaciones de la Corona (repartos de tierras, control de propios y arbitrios, abasto de la Corte, mercantilismo aplicado a las Reales Fábricas, etc.) ni, mucho menos, los intereses y necesidades de los propietarios y gestores de los montes, que marcarán el ritmo de los aprovechamientos y transformaciones de los paisajes forestales.
Los recursos forestales de Los Comunes sí se verán afectados por la Ordenanza de 7 de Diciembre de 1748, que impone la Corona, pero en este caso motivada fundamentalmente por la necesidad de abastecer a la Corte de carbón, leña y madera.
Hablando de justicia, las Ordenanzas de Montes y Plantíos de 1748, según su preámbulo, son también justas y necesarias para frenar la deforestación y la lamentable gestión de los montes en 30 leguas alrededor de la Corte, pues se encuentran: “despoblados, quemados y talados por la mayor parte; de que resulta faltar a su preciso abasto la leña y carbón que necesita para subsistir [la corte]. (…) Se experimentan en cortar, arrancar y quemar los referidos montes y árboles, sin replantar en su lugar otros, ni guardar las reglas prescritas para el uso lícito de ellos especialmente en las cercanías de la corte”. Además de la necesidad de intervenir que manifiesta esta agorera introducción, lo que se pretendía, obviamente, era controlar los recursos forestales que albergaban los predios públicos de los pueblos y comunidades afectadas.
De la segunda mitad del siglo XVIII, a raíz de la aprobación de estas ordenanzas, arrancan las enconadas discrepancias entre quienes defienden ese modelo de intervención sobre los montes y aquellos que lo aborrecen, ya sean los círculos liberales ilustrados o el campesinado (SANZ FERNÁNDEZ, 1985, 196-1997). Los primeros porque consideraban desafortunadas las medidas que entorpecían el uso y disfrute de los predios particulares y las numerosas restricciones al disfrute privado y absoluto de la propiedad; así lo expresaba JOVELLANOS: “Ni los montes comunes deberían ser exceptuados de esta regla. La sociedad, firme en sus principios, cree que nunca estarán mejor cuidados que cuando, reducidos a propiedad particular, se permita su cerramiento y aprovechamiento exclusivo, porque entonces su conservación será tanto más segura, cuanto correrá a cargo del interés individual afianzado en ella”.
Los pueblos, por su parte, comienzan una protesta airada contra unas ordenanzas que limitan la capacidad de aprovechar sus montes comunales y propios, restringen sus derechos sobre baldíos y realengos y ponen trabas al uso de los predios particulares. Eso sin contar el freno a las pretensiones de los pueblos de aumentar el espacio cultivado en unos momentos de gran demanda de tierras y, sobre todo, encomendar la viabilidad de los plantíos a unos campesinos que, obviamente, no se volcaron en cumplir las Ordenanzas.
Teóricamente, el fin último de la legislación forestal elaborada en la segunda mitad del siglo XVIII era recuperar espacio forestal, siendo plantíos y siembras las actuaciones preferidas. De menor importancia, pero igualmente destacable, gozaba la gestión y los aprovechamientos en los montes de las veinticinco leguas en derredor de la Corte, con el objetivo de dar prioridad a aquellos usos que beneficiaran el abasto de Madrid. En la práctica, los trabajos para la mejora de los predios forestales (limpieza de los montes, guía y poda de los árboles, olivado, etc.) ocuparon mayor atención que los plantíos en las Certificaciones enviadas a la Subdelegación de Montes de Segovia.
Cabe destacar tres aspectos vinculados a la ejecución y consecuencias de la Ordenanza 1748 en las poblaciones estudiadas: las especies empleadas para la reforestación, el escaso éxito de la empresa y la conflictividad que generaba su puesta en práctica.
Acerca de los árboles utilizados en las repoblaciones, ya se dijo que predominan las especies de madera blanda. Tanto es así que no se encuentra ninguna plantación en la que no se empleasen álamos blancos, álamos negros, sauces, chopos, “gardavezas” o algún fresno. Obviamente, esta elección se fundó en el rápido crecimiento de estos árboles, pero como exigían unas condiciones de humedad, que sólo se daban en riberas, setos o prados regados, hubo que limitar los plantíos a extensiones pequeñas y cercanas a los pueblos. Tan sólo se utilizaron otras especies a la hora de realizar siembras, esparciendo los piñones y bellotas en pequeños pagos o en los claros de los pinares, encinares y robledales. Su éxito, tal y como señalan las Certificaciones, fue menor incluso que el de las plantaciones, debido a los magros resultados de esta técnica de reforestación y a la intensidad del pastoreo que, a pesar de las prohibiciones, acababa con los plantones y pimpollos.
Por lo que se refiere a los plantíos realizados en los pueblos de la vertiente septentrional de la Sierra de Guadarrama, el éxito de la empresa reforestadora fue prácticamente nulo. A tenor de lo que se dice en las Certificaciones, que inflan las cifras sospechosamente, hay dos elementos que delatan tal fracaso: la resistencia de la población rural a realizar los plantíos y la ausencia de unas condiciones técnicas que aseguraran el éxito de la repoblación. Este último aspecto destaca la falta de incentivos para llevar a cabo los plantíos (motivo, por otra parte, de rechazo popular a tal Ordenanza), puesto que los pueblos debían hacer gratuitamente los trabajos. Hay que sumar a esto la ausencia de predios adecuados en los que efectuar los plantíos, la inexistencia de viveros para agilizar las plantaciones y todo tipo de carencias técnicas, que hacían infructuosos los plantíos y siembras realizados. Recuérdense las múltiples excusas de los pueblos a la hora de no reforestar o comprobar los fracasos de los años anteriores: advierten que todos los árboles plantados se secan y que no se crían igual después de transplantados, o se lamentan de contingencias puntuales como sequías estivales (Otero de Herreros 1755), vientos huracanados (febrero de 1783) y daños de los venados que descienden de los cazaderos reales (también en Otero de Herreros). En definitiva, los plantíos sólo arraigaron en algún lugar y tuvieron un impacto muy limitado en el paisaje de los pueblos estudiados. Tal vez la herencia más notable de este intento reforestador sean los topónimos de algunos predios, que aún hoy reciben el nombre de “Plantío”.
Claro que la Ordenanza no sólo se debe ponderar en virtud de los resultados de los plantíos. También debe ser valorada en función del suministro de productos forestales a la Corte.
La mayor parte del combustible es para consumo de los propios pueblos, como se reconoce en la autorización a las escasas peticiones de cortas que se conservan en el Archivo Histórico Provincial de Segovia. Además del abasto, la trascendencia de la Ordenanza reside en su carácter pionero en el control estable y centralizado de la gestión forestal, sin olvidar que con esta norma se inicia el despojo de los bienes de los pueblos, que durante el siglo XIX afectará no sólo a la gestión sino a la titularidad de su patrimonio.
No se puede concluir este comentario a la Ordenanza de 1748 sin aludir a la resistencia que generó su imposición en los pueblos. Obviamente, los habitantes de estas poblaciones no recibieron con gusto la obligación de realizar plantíos, por mucho que se cuidara la Ordenanza de 1748 de recordar las ventajas que para los campesinos tendría la reforestación, en lo que se refiere al aprovechamiento de algunos productos del monte. Tampoco la pérdida de la tutela sobre sus propios montes propició que tales poblaciones saltaran de alegría con la nueva norma.
El siglo que transcurre entre 1750 y 1850 es un periodo crucial, tanto para la vegetación como para la propiedad y gestión de los montes arbolados. Para la vegetación, por cuanto a lo largo de estos cien años se incrementó la presión roturadora y el esquilmo de los recursos selvícolas hasta el límite de la regeneración de las masas forestales. Durante esos años, en el ámbito de la Sierra de Guadarrama, aparecen ejemplos de dehesas o predios públicos roturados en las faldas de la Sierra, a altitudes muy superiores a las que hoy día alcanzan las zonas labradas. Por lo que respecta a la propiedad, la propia presión roturadora hace que en esta época se extiendan las roturas y repartos de tierras (legales o ilegales) al socaire de algunas ideas ilustradas (SÁNCHEZ SALAZAR, 1984, 1988A, 1988B y 1988C). Es cierto que la desamortización que más afectará al patrimonio público concejil no se inicia hasta 1855, cuando se aprueba la ley Madoz, pero hacía ya varias décadas –casi una centuria– que los patrimonios públicos venían sufriendo recortes en beneficio de propietarios privados, ya fuera por repartos de tierras concejiles, roturaciones ilegales y posterior apropiación, usurpaciones, etc..
El periodo que transcurre entre la Ordenanza de montes y plantíos de 1748 y la Ley 1 de Mayo de 1885 de Desamortización civil, ya que representan, de un lado, la política forestal del final del Antiguo Régimen y, de otro, el inicio de un nuevo régimen en la propiedad y gestión de los montes públicos. La primera norma estará vigente hasta 1833 y define la manera de gobernar los montes de la monarquía borbónica, si bien el régimen comunal – forestal se mantiene en pleno vigor hasta que con la desamortización civil comienza a desestructurarse ese sistema comunal. En cuanto a la Ley Madoz que no es propiamente una ley forestal –habrá que esperar a 1863 a que se apruebe la moderna Ley de Montes–, sus repercusiones sobre los montes fueron tan intensas, que incluso los primeros ingenieros le otorgaron el apelativo de desamortización forestal. En este apelativo concurren motivos más profundos que la mera anécdota. Los ingenieros de la recién creada Escuela de Montes en 1848 hacían ver, con tal denominación, su posición radicalmente opuesta al proceso enajenador, por sus consecuencias sobre la vegetación y porque la privatización de los montes públicos recortaba los territorios que habrían de gestionar desde el Ministerio de Fomento. Por contra, los pueblos prefirieron llamarla desamortización de los pueblos, municipal o civil, pues no en vano fueron ellos los despojados de sus patrimonios cuando se aplicó la Ley Madoz.
Unos comisionados de Riaza y Sepúlveda en 1842 advierten que “no se puede mirar con indiferencia el estado deplorable en que se encuentra el arbolado”, confirmando la presión que están sufriendo los productos forestales de Los Comunes. Para paliar esa situación deciden delimitar zonas, cerradas, en las que se críen los tallares sin la intrusión de ganados.
El desarrollo desde mediados del siglo XIX de un nuevo orden en el dominio y gestión de los montes, que pasó por la implantación de numerosas reformas liberales, entre las que sobresalen la desamortización civil y la creación de una nueva administración forestal, conllevó la desarticulación del anterior sistema de aprovechamientos forestales. El reemplazo del régimen comunal concejil por el sistema liberal para el uso y gestión de los montes, se anunciaba en algunas zonas desde principios del siglo XIX, mientras que en otras muchas esa transición no culminó hasta mediados del siglo XX.
En este periodo acontece el mayor y más rápido trasvase de propiedad forestal –de manos públicas a privadas– de la historia de España. Acaecen también cambios en la administración del estado, que trastornan la personalidad jurídica de los antiguos propietarios y gestores de los montes: los Concejos y Ayuntamientos de Villa y Tierra son sustituidos por la nueva organización administrativa liberal (provincias, partidos judiciales, municipios…), al tiempo que se crea un cuerpo del estado –los ingenieros de montes– para centralizar la gestión forestal. Las nuevas instituciones del estado liberal a las que incumbió el destino de los montes no mantuvieron un pensamiento monolítico, sino que dieron lugar a posturas antagónicas –básicamente las que opusieron a desamortizadores frente a los ingenieros de montes–, que iban a tener un fuerte impacto en el devenir de los montes.
Bibliografía
MADRAZO GARCÍA DE LOMANA, G. (2007): La evolución del paisaje forestal en la vertiente segoviana de la Sierra de Guadarrama. Tesis doctoral inédita. Universidad Autónoma de Madrid, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Geografía, 614 págs. Versión digital
MADRAZO GARCÍA DE LOMANA, G. (2010): La evolución del paisaje forestal en la vertiente segoviana de la Sierra de Guadarrama. Junta de Castilla y León, Valladolid, 446 págs.
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