21 de marzo de 2014

Dichos célebres II

que se contaban hace años en nuestros pueblos...




LA VACA Y EL HUERTO  

Era un matrimonio que tenían una huerta y también una vaca, La mujer le dijo al marido que ya era hora de llevarla a vender, y que mejor iban los dos, que ella le acompañaría para que no se dejase engañar. Pero él no quería, porque decía que qué dirían en el pueblo, que otros maridos iban solos a la feria.

Ella entonces le dijo que a ver cómo vendía la vaca, que no la vendiese por menos de su valor y que cuidado a la vuelta con los ladrones, no le fuesen a quitar el dinero. Pero él, haciéndose el valiente, dijo que a él no le quitaban el dinero ni aunque saliesen catorce, que no tenía miedo.

Así que al día siguiente se fue con la vaca y la vendió, y uno del pueblo que volvió antes que él, le dio la noticia a la mujer de que su Juan había vendido la vaca bien vendida.

Entonces a ella no se la ocurrió más que vestirse de hombre, con unos pantalones y unas ropas viejas, y salió a esperarle al camino y, cuando le vio venir, se escondió en un regato y luego le asaltó de repente. Disimulando la voz, le pidió el dinero o la vida. Y él, todo acobardado, se quiso resistir, pero como insistiese que si no le daba el dinero de allí no pasaba, entonces, porque le dejase vivo, le entregó el dinero.
Y, entonces, María le dijo: 

-Pero no creas que con esto sólo te voy a dejar marchar, que me tienes que besar en el culo.

Juan no quería hacer eso, pero no tuvo otro remedio y, por fin, le dejó marchar, todo mohíno. La mujer, entonces, echó a correr por un atajo y llegó a casa a esperarle allí como si nada. Cuando le vio entrar, enseguida se puso a preguntarle, muy interesada: 

-¡Eh, Juan! ¿Qué tal en la feria? 
Juan, cabizbajo, no sabía cómo decírselo, y sólo dijo: 
-Vaya.
-¡Cómo que vaya!, si dicen que has vendido muy bien la vaca y no la traes.

Y, sin atreverse a mirarla, decía que sí con la cabeza.
-¿Y dónde está el dinero? ¡A ver el dinero! ¿O es que te han robado? 

Dice, lleno de pena: 
-Sí, pero eso no ha sido lo peor, peor ha sido lo otro.
-¡Cómo lo otro! ¿Pues ha habido más? 

-Bueno, que, además de darle el dinero, le tuve que dar al ladrón un beso en el culo.

Dice la mujer: 
-¡Anda, bobo! ¿No decías que no tenías miedo, que a ti no te robaban ni aunque fueran catorce? Si el ladrón era yo y no me conociste del miedo que tenías.

Y dice Juan, algo más aliviado: 

-Ya decía yo, que, cuando besé el culo al ladrón, olía a las berzas de nuestro huerto.






EL BURRO QUE CAGABA DINEROS Y OTROS SUCESOS

Había un arriero que se llamaba Juan Pedro Tintore, casado con Luisa Pueyo. Eran tan pobres que lo único que tenían era un cerdo y un  burro viejo con el que llevaba cargas de leña. Le pagaban tan poco que apenas tenían para comer.

Viéndose tan miserable Juan Pedro le pidió consejo a su mujer y esta después de cavilar un rato, le dijo que vendiera el cerdo y con el dinero que sacara se lo diera de comer al burro y después  llevara al pollino a venderlo a la feria.

Juan Pedro así lo hizo, vendió el cerdo por treinta duros de plata en pesetas y durillos viejos, se los hizo tragar al burro y marchó ligero a la feria. Tan a tiempo que dos ricos mercaderes le pusieron precio al burro. Pero de repente el burro se tira un pedo y salieron tres pesetas y un durillo viejo.

El mercader avisó al arriero del prodigio, pero este despreciando les decía
 – Eso no es nada,  Yo no recojo nunca lo que caga en el campo.  En mi casa lo recoge mi mujer, y yo ya no se qué hacer con el tesoro que tiene en la habitación, que ya no le cabe.

Entonces los mercaderes le pidieron el pollino a cualquier precio, y después de mil razones, que si lo vendo que si no, al final le dieron 200 duros por el burro. Y el arriero escapó a casa corriendo como un ciervo.


Los mercaderes llevaron al burro a casa y juntaron a toda la familia. Colocaron al burro sobre una manta, en una habitación aseada para que pudiera cagar a placer y se sentaron las mujeres, los hijos y los nietos muy contentos alrededor a esperar. Después de mucho aburrirse, el burro por fin empezó pero allí no salían duros sino una peste que tuvieron todos que salirse al patio porque no lo aguantaban.

Tal fue el furor y el coraje que les dio, que decidieron matar a Juan Pedro, el arriero. Pero este sabiendo que vendrían a buscarle pidió nuevamente consejo a su mujer.

Esta le dijo: - Mira Juan, muy fácil,  aquí en casa hay dos conejos chinos blancos muy bonitos, te llevas uno al monte y yo me quedo con el otro, cuando lleguen les enviaré a que hablen contigo, entonces me echas la culpa del engaño y les invitas a comer a casa. Luego, delante de ellos, apuntas en un papel esto que te digo que voy a hacer de comer y se lo atas al cuello al conejo como si fuera un mensajero y haces como que me lo mandas.

Cuando llegan a la casa los mercaderes Luisa los envía al monte. Al ver a Juan Pedro le acometen pero el les dice:
-Alto , juro que la culpa ha sido de mi mujer, si me acompañáis a casa vais a ver el castigo que la voy a dar para que la sirva de escarmiento y además os voy a convidar a una buena comida.
-Enviaré a este conejo para que de a mi mujer el recado del menú que tiene que preparar mientras llegamos.
Entonces sacó un papel, escribió en él el menú y se lo ató con un cordel al conejo. Y mirándole fijo le dijo:  - Estate Atento. Vete a casa y avisa a mi mujer que haga esto para la comida.
Entonces lo soltó y el conejo salió disparado y se perdió en el monte para siempre jamás. Los mercaderes se le quedaron mirando como si estuviera loco.

Cuando llegan a la casa Luisa Pueyo tiene preparada la comida y les dice "-Ya recibí el aviso",  y saca el otro conejo con una nota igual colgada del cuello. Los mercaderes se quedaron maravillados y se olvidaron del burro y del castigo.


Y le dicen a Juan que cuánto quiere por el conejo, que les vendría muy bien para hacer recados, llevar las letras de cambio y los papeles de comercio. Después de mucho regatear Juan se lo vende por 300 duros. Los mercaderes para probar, le atan al conejo un recado al cuello con un mensaje para sus mujeres que les esperen que por la noche irían todos a cenar.

Entonces sueltan al conejo y claro, este se pierde en el monte como su hermano. Al llegar a su casa los mercaderes encuentran a todos durmiendo y les preguntan si es que no ha llegado el conejo. - ¡Que conejo ni que demonios! dicen las mujeres,  ¡ -Otra vez os ha burlado el arriero.!

Entonces los mercaderes juran que por bellaco y embustero, no volverán a sus casas sin traer el pellejo del arriero, y marchan a buscarle armados de palos. Pero cuando llegan, Juan Pedro les dice por la ventana que suban rápido y verán que escarmiento más tremendo le va a dar a su mujer por lo del burro y el conejo, Coge un cuchillo y sin que se den cuenta,  ella se pone un intestino en el cuello con sangre, y él hace como que la degüella y deja la cama toda ensangrentada.  

Los mercaderes al ver el estropicio se quedan temblando de que la Justicia, les pueda cargar con el suceso. Pero entonces Juan Pedro les dice.
-Miren ustedes, no se espanten, dos mil veces he hecho esto, pero tengo una trompeta que resucita a los muertos.

Dicho y hecho, tocó  la trompeta y ellos quedaron pasmados al ver como Luisa se levantaba en el acto. De la trompeta se enamoran, se la compran por 400 duros y vuelven a casa con ella muy satisfechos. Para hacer un experimento, locos como iban, al llegar a casa degüellan a sus mujeres y después las soplan con la trompeta, a la una y a la otra, pero aquello ya no tienía remedio.

Los mercaderes enterraron a sus mujeres y se fueron a buscar a Juan Pedro,  y esta vez lo cogieron, lo metieron en un saco y se lo llevaron atado para tirarlo al rio, que estaba como a dos horas del pueblo. Pero por el camino pararon a comer en un venta y colgaron el saco de un árbol cerca de donde había un pastor apacentando corderos.

Juan Pedro  empezó a llorar y a lamentarse en el saco, entonces el pastor se acercó y le pregunto qué hacía allí dentro y Juan le dijo:
-Pues que me llevan a la fuerza a ser Rey de un reino muy rico,  pero a mi esas cosas me aburren. Y yo no quiero ir. ¿Te cambiarias por mi?. El zagal dijo que si. Y se metió en el saco. Entonces, Juan se volvió a su casa por el camino llevándose los corderos.

Cuando salieron los mercaderes de la venta cogen el saco y lo tiran al rio y se vuelven a casa muy satisfechos. Pero cuando van caminando se encuentran a Juan y asombrados le preguntan:
-Es verdad que eres el mismo?
-El mismo soy que tirasteis al rio, donde encontré dos costales rellenos de dinero, Y aún quedan muchos más,  que para mí no quiero, pues con ellos he comprado este rebaño de corderos. Y con esto a mí me basta.


Y ellos le dijeron:
-Encontrarías los costales si te volviéramos a tirar al rio?
-¿No habría de encontrarlos?. Vamos al puente y allí mismo os enseñaré el lugar donde están bajo las aguas, los costales que no he podido cargar para que los recojáis vosotros mismos.

Los mercaderes se miraron y suplicaron a Juan que los tire al mismo sitio. Y hacia el puente marcharon con dos sacos. Juan los metió dentro y los ató y dijo "–Allá va! " , y lanzó a los dos necios al rio desde lo alto del puente.

Y aquí acaba la historia del arriero  Juan Pedro Tintore. Los mercaderes allí quedaron para pasto de peces como castigo a su ambición. Y Juan Pedro se libró por fin de ellos y volvió contento a casa con su mujer Luisa Pueyo.


CINCO HUEVOS 
Era un matrimonio ya mayor, y había hecho la mujer cinco huevos para cenar, y dice: 

-Mira, tres pa mí y dos pa ti.
-¡Cómo! -dice el hombre-, siempre come más el marido. Tres pa mí y dos pa ti.
-No, tres son pa mí -dijo ella.
-Digo que no, que tres son pa mí, te pongas como te pongas.
-Bueno -dijo ella-, pues, entonces, me muero.
-Pues, si quieres, muérete, pero es así, tengo yo que comer tres.

Conque la mujer se murió (vamos, hizo que se moría, claro). Y, entonces, ya, prepararon el entierro y la iban a enterrar. Y, cuando la llevaban por el camino, al hacer la posa (porque antes, en el camino del cementerio, se hacían dos posas, que se decían, paraban dos veces y le echaba el recorderis el cura), va el hombre, al oído, y la dice: 

-¿Has oido?, que pa mí tres y pa ti dos.
-Que te he dicho que no -ella contestaba, pero la gente no se enteraba, porque hacía que lloraba el hombre.



Conque ya, a la puerta del cementerio, la segunda posa .
-¡Oye, que ya llegamos a la puerta del cementerio! Mira a ver lo que haces, que yo como tres y tú dos.
Y decía ella:
-Te he dicho que no, que pa mí los tres.
Bueno, ya llegaron a la hoya, para enterrarla, y dice otra vez el marido: 
-¿Ves?, que ya te van a bajar a la hoya. Pa mí tres y pa ti dos.
-Que te digo que no cedo, que pa mí tres.
Conque el hombre, todo enfadado, la deja por imposible y contesta: 
-Pues trágate los cinco.
Y allí ya se acabó el entierro, y la gente ya se enteró que todo era por la cena, por ver quién comía más huevos.



BRUJAS EN LA IGLESIA 

En un pueblo se oyeron un día unos ruidos muy grandes y extraños en una parte de la iglesia, y se lo fueron a decir al señor cura, porque decían que si pudieran ser las brujas o seres malignos y el señor cura tenía que echar la bendición.

Conque fueron a decírselo al señor cura y éste, al ver que no se veía nada y los ruidos sí estaban y se oían de vez en cuando -unos ruidos raros-, dijo que si iba a ser cosa del demonio que quería asustar al pueblo. Así que se corrió la voz por el pueblo de que los demonios estaban en la iglesia escondidos y que el señor cura iba a echar agua bendita para espantarlos.


Con que ya se vistió el cura y se puso a la entrada de la iglesia y, allí, con toda la gente detrás, afuera, el sacristán abrió bien las puertas y encendió las luces y, entonces, el cura empezó a echar los latines y a dar con el asperges y salió un marrano (porque los ruidos que habían era un marrano que se había metido allí, sería el marrano de Antón a lo mejor, no sé), salió corriendo, y entonces le pescó el señor cura entre las piernas y tiró con él, se lo llevó, y el cura iba montado en el marrano por las calles y decía: 
-¡Que me llevan los demonios! ¡Que me llevan los demonios! 
Y toda la gente iba detrás, diciendo en procesión:
 -Amén, amén, amén.







LOS PELLEJOS DE VINO 

Iba un hombre de paseo por una calle y estaban unas señoritas en un balcón, asomadas, y, al verlo, empezaron a reírse de él, porque debía ser el pobre señor no muy agraciado.
Conque va él, llama a la puerta y dicen: 
-¿Quién? -y salió la señora de la casa.
Y dice el hombre: 
-¿Venden aquí vino?
-¡Uy, no, señor, aquí, vino no! , 
-Yo creí que venderían, ¡como hay ahí tres pellejos a la ventana!


LA CONFESIÓN DE LA SEÑORA 

Pues una señora que todo le parecía pecado, se fue a confesar y se acercó allí al confesionario y no sabía cómo empezar.
Como no decía nada, el cura le preguntaba. Hasta que dice: 
-¡Ay, padre, si es que tengo un pecado, pero no me atrevo a confesarlo!.
-¡Hombre! ¿tan grande es que no se atreve a confesarlo? Dígalo, que Dios todo lo perdona.
Pero ella no se lo decía, sólo que era muy grande y que no se atrevía.
-Bueno, mujer, no se apure usted, ¿usted viene arrepentida? 
-Sí, pero es que...
-Bueno, pues vamos a ver el pecado. Dígamelo.
Y ya, por fin: 
-Pues, ya ve, que el otro día fui a hacer mis necesidades y me limpié con un papel que estaba untado de manteca.  ¡ Y es que era viernes de cuaresma.!





JUAN VAGAS 

Un hombre que venía del otro mundo -venía de ánima-, y iba llamando a las puertas: "un ánima del otro mundo, si me pueden dar una limosna", y llamó a la puerta de una señora, y dijo la señora: 

-¡Oy!» ¿Viene usted del otro mundo? A lo mejor conoce usted a mi hermano, que se llamaba Juan Vagas.

-¡Ay, que si le conozco! Juan Vagas y yo, amigos inseparables; no nos separábamos nunca.

Y le dijo la señora: 
-Pues le voy a dar a usted algo pa que lleve para allá: unos chorizos y de todas estas cosas que tengo aquí de la matanza, y eso se lo puede usted llevar.
-¡Uy!, todo lo que usted me dé se lo llevo.

Cuando llegó el marido a casa, le dijo: 
-Anda, ¿no sabes?, que ha venido aquí un ánima que conocía a mi hermano Juan.
-¿Que conocía a tu hermano Juan? 
-Sí, y le he dado chorizos y de todo, y un poco de lomo, para que se lo lleve.

Y ya dijo el marido, dice: 

-Anda, a ti lo que te ha hecho es que te ha engañado. A ese, voy yo ahora detrás de él y verás si le pillo.


El hombre tenía un caballo y marchó con el caballo a ver si lo encontraba, pero el otro, como era ánima, se había subido a un tejado a revolver tejas, a un cuartón de una era, y cuando llegó allí, dice: 
-Oiga, usted, señor, ¿ha visto usted pasar por aquí a uno que dice que era ánima del otro mundo? 
-Ya hace tiempo que pasó.
-Pues voy a ir a ver si lo alcanzo.
Y el ánima le respondió:
-Pues, mire, mejor es que me deje usted el caballo y voy yo a por él, que le conozco yo mejor que usted. Usted me deje el caballo, que voy yo a buscarle.
-Bueno, bueno, pues tenga usted el caballo, ya volverá usted.
Conque cogió el caballo y marchó y ¡tú que le viste! 
Y llegó a casa y se lo contó a la mujer. Esta le dijo: 
-¡Anda, bobo, más te ha engañado a ti que a mí, que ahora hasta nos ha dejado sin caballo! 


 





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