Las chicharras habían cantando incesantemente desde primera hora de la mañana. El calor abrasador de la calle la retuvo dentro de casa. Allí, hacía fresco y podía embarcarse horas y horas en su actividad favorita: la lectura. Acabada la magnífica trilogía de los gemelos de la húngara Agotha Kristof, se había embarcado ya en “Dinero”, de Martin Amis. La sugerencia se la había hecho un compañero de trabajo y le estaba gustando desde la primera página. Le recordaba, aunque con ligeros matices, a la genial “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole. Aparte de leer, aprovechó la canícula exterior para limpiar la casa, preparar comidas de cara a varias jornadas y para dormir algo, puesto que llevaba algunos días acostándose tarde y despertándose pronto con la consiguiente acumulación de sueño que esto conllevaba.
En un momento determinado de la tarde, recién despertada de una larga siesta y con la novela abierta apoyada en la tripa, se dio cuenta de que las chicharras ya no cantaban. Decidió aventurarse al exterior. Salió por la puerta de casa y se sentó en uno de los asientos de piedra que franqueaban el portalillo. Varios niños se perseguían con sus bicicletas y diversos grupos de adultos se preparaban para dar sus paseos de última hora de la tarde antes de pasarse por el bar a refrescar sus sedientos gaznates.
Aún algo amodorrada a causa de la jornada de escasa actividad, barajó diferentes opciones. Pasear con alguno de los grupos de caminantes, regar los árboles del patio o acudir directamente al bar con el peligro que podría suponer quedarse apalancada allí bebiendo cervezas hasta las tantas de la noche. Finalmente, descartó todas estas alternativas y optó por acudir a la fuente. Se trataba de un manantial que nacía a unos metros del pueblo y al que, en el pasado, cuando no había instalación de agua corriente en las casas, acudían los habitantes del pueblo con el fin de recoger agua para ellos y para saciar la sed de su ganado.
Así, después de coger de su habitación una chaqueta fina para abrigarse cuando el fresco de la tarde hiciera acto de presencia, salió del pueblo y descendió por el camino que conducía al manantial. Al llegar a éste, se sentó sobre una piedra grande que se asentaba encima del lugar del cual brotaba el agua de las entrañas de la tierra. De uno de los bolsillos del pantalón vaquero que vestía, extrajo un paquete de tabaco y un mechero. Encendido el penúltimo pitillo que le quedaba, permaneció sentada sobre la piedra mirando al sol que, inexorable, se dirigía a las cárcavas, tras las cuales, en breve se ocultaría. En esta postura se mantuvo hasta que terminó el cigarro, acabado el cual, apoyó su espalda contra la piedra sobre la que se sentaba y se quedó mirando al cielo aún con las gafas de sol puestas. Después, se las quitó, cerró los ojos y se concentró en el adormecedor murmullo que producía el agua al descender por una cascada en miniatura construida el día anterior por un primo suyo con uno de sus hijos.
El rítmico sonido del agua al descender por la pequeña cascada la trasladó a aquellos años de adolescencia en que acudía a la fuente cada atardecer. Se sintió de nuevo unida al agua, a la piedra, a los campos de cultivo, al río. Revivió esa relación tan especial mantenida con aquel idílico paraje. Añoró esa sensación de ser comprendida por el agua, de verse consolada por la fuente de cada una de sus penas y de compartir con ella todas sus alegrías. Sin embargo, con el tiempo, y según fue creciendo y madurando, las visitas al manantial se espaciaron y esa sensación que vivía cada vez que se hallaba a solas en aquel lugar fue cambiando. Llegó a no sentir prácticamente nada y eso le provocaba cierta desazón e impotencia. Pero aquel atardecer, volvió a sentirse íntimamente unida a la fuente y sintió de nuevo aquella especial armonía que la unía a aquel lugar.
Unos balidos, acompañados de los estentóreos ladridos de unos perros y los gritos del pastor que conducía al rebaño, lograron sacarla de su ensoñación y retornar a la realidad que la rodeaba. Se incorporó hasta quedar nuevamente sentada sobre la piedra y contempló cómo, con el firmamento ya anaranjado de fondo, las ovejas eran conducidas por el pastor y los perros al redil, al tiempo que una bandada de palomas retornaba al palomar que se encontraba a su espalda. Los colores del cielo iban evolucionado al tiempo que el sol se ocultaba tras las cárcavas. Naranja, violeta, morado. No era la puesta del sol más espectacular del mundo, seguro, pero era la suya, la que mejor conocía, a la que se sentía íntimamente ligada. Se puso la chaqueta, pues ya comenzaba a refrescar, y sacó del paquete el último cigarrillo. Lentamente se lo fumó y, una vez acabado, decidió regresar al pueblo.
Había sido un día un tanto plomizo pero esa visita a la fuente le había recargado las pilas. Mañana, se levantaría pronto, saldría a correr, cortaría las malas hierbas del patio, se daría un largo paseo, jugaría al frontón, haría una buena marcha en bicicleta y… y… y, bueno, si volvían a cantar las chicharras como hoy, quizá continuara leyendo metida en casa y visitando la fuente al atardecer.
Muy bueno David, te sitúa en el pasado, en el presente y dibuja un futuro también para nuestra querida fuente.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
Gracias a ti por el comentario, Silvia.
ResponderEliminarDavid, que bonito relato sobre la fuente
ResponderEliminarGracias, anónimo, quien quiera que seas.
ResponderEliminarbuena expresión de las sensaciones tranquilas e intimistas que a veces sentimos en el pueblo . Bien hecho.
ResponderEliminarGracias por el comentario, Miguel Ángel.
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