En dos ocasiones intentó construir un cobertizo para guardar la leña y los aperos de labranza y, cuando estaba a punto de terminarlo, una bomba lo había destrozado. Mejor el cobertizo que la casa donde vivía con su mujer o que el establo donde guardaba las vacas y donde dormía el perro, pensaba el campesino. Tras la desolación que seguía a la batalla, llegaba el tiempo de hacer balance de los desperfectos y siempre acaba en el inconcluso cobertizo. Sin embargo, y pasado un tiempo, volvía la calma y retornaba la idea de construirlo en otro lugar.
Entre batalla y batalla, veían desfilar por los caminos a soldados de uno y otro bando. Más de un herido pasó unas cuantas noches en su casa antes de reponerse y regresar al frente y, en no pocas ocasiones, se habían visto invadidos por algún grupo de soldados. Pasaban unas horas, o unos días, les hablaban unos de la revolución y de la solidaridad humanas, otros de la patria y de la tradición, les enseñaban canciones que querían que entonasen con ellos. El campesino los observaba indiferente, aburrido, oía sin escuchar y ellos desistían finalmente y se marchaban dejando la casa patas arriba. “Es un simple labrador”, pensaban tras despedirse de él, “sólo piensa en sus tierras y en sus animales”. Él los veía caminar decididos y alegres desde el porche de la casa, jóvenes plenos de vida en busca de la muerte.
Cuando se hacía de nuevo el silencio, el campesino y su mujer volvían a sus quehaceres diarios: alimentar a los animales, ordeñar las vacas, regar el huerto, trabajar el campo y observar el cielo. Siempre con la vista clavada en él, temiendo una tempestad o una helada que arruinaran la cosecha, una ola de calor excesivo cuando debería refrescar, maldiciendo la sequía, maldiciendo la lluvia cuando no tocaba y esbozando una media sonrisa de satisfacción cuando la cosecha era productiva y los frutos de la tierra se recogían sanos. El campesino vivía entre el cielo y la tierra y, cuando disponía de un momento de descanso, su mente regresaba a los cobertizos inacabados y el proyecto volvía a ponerse en marcha de nuevo como suceden las cosas en el campo, pausadamente.
De esta manera, cual Sísifo del agro, emprendió la tarea a la que parecía condenado a tornar una y otra vez, aunque en esta ocasión, a la tercera, lo consiguió, y lo logró porque las bombas hacía tiempo que habían dejado de caer, porque los soldados ya no les perturbaban y porque el silencio y la calma habían invadido sus tierras y el valle donde moraban él y su mujer. Al terminar su gran obra, miró a su alrededor y notó, por primera vez, el aterrador silencio que, desde hacía tiempo, envolvía su casa y sus tierras. Regresó a la casa y miró a su mujer en busca de una explicación. Ella le contó que ya nadie pasaba por el camino, que nadie del pueblo se había acercado a verlos en las últimas semanas, que estaban solos con sus animales.
Terminado el relato de su mujer, se puso la chaqueta y la boina, le dio un beso de despedida y salió de casa en dirección al pueblo, del que los separaba un par de kilómetros. Más silencio allí. La iglesia vacía y las casas desiertas y abiertas de par en par. Una a una las recorrió todas hasta que llegó a la del alcalde. Cansado y confundido, se quedó sentado en un taburete de la cocina. No entendía nada. De repente, oyó unos ruidos. Eran unos pasos que se acercaban, eran los pasos de un soldado que vestía un uniforme que jamás había visto: negro y con la cabeza cubierta por un casco oscuro. Le dijo algo que no entendió. Un momento después, entró otro soldado en la cocina, aunque éste lucía una cresta roja encima del casco. Hablaron unos instantes y el recién llegado desapareció. Tras marcharse, el del casco negro sacó de su cartuchera una pequeña pistola negra de la punta de la cual emergió un rayo de color rojo. A continuación, apretó el gatillo y el corazón del campesino dejó súbitamente de latir.
El cobertizo ya guardaba en su interior la leña para el invierno y algunas herramientas: una hoz, un martillo, una azada, un pico, un bieldo y una guadaña.
Muy bueno, David !!.
ResponderEliminarQue gusto da leer tus relatos. Gracias David.
ResponderEliminarEl campesino vivía entre el cielo y la tierra y murió de la mano del cielo.
ResponderEliminarMuy bueno David, gracias por compartirlo en el blog.
Grande red !
ResponderEliminarNo salgo
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