4 de diciembre de 2017

Un nuevo camino




Como cada día, después de una larga jornada de trabajo, Gloria salía agotada del trabajo. Cogía el autobús y, como casi siempre, éste venía tan lleno que no podía sentarse. Sin embargo, en una de las primeras paradas, una pareja mayor, que estaba sentada al lado de donde se había colocado Gloria, se bajó del autobús y ella y otra chica pudieron sentarse. 

Gloria se puso al lado de la ventanilla y contempló aburrida la carretera cargada de coches. Como ocurría de forma habitual a aquella hora, la carretera iba atascada y apenas avanzaban unos pocos metros cada cinco o diez minutos. Resultaba exasperante que un trayecto que, en condiciones normales, podría durar unos veinte minutos, se fuese a la hora y cuarto, hora y media o dos horas, según el nivel de atasco que tuviera la carretera aquel día. 

Cansada de mirar por la ventanilla, se distraía un rato wasapeando con su grupo de familia, con su grupo del trabajo y con su grupo de amigas. En el de la familia, trataban de concretar fechas para celebrar el cumpleaños de su hermano pequeño. En el del trabajo, discutían sobre lo mismo de siempre, el difícil carácter del nuevo jefe, quien acostumbraba a echar las broncas a gritos y delante del resto de compañeros. Sus amigas hablaban del inminente parto de una de ellas. 

En medio de las conversaciones grupales, se coló un whatsapp de Tomás, su marido, que la avisaba de que llegaría tarde, que no podría hacer la compra. Gloria soltó un pequeño bufido de desesperación. Hacía mucho frío, se encontraba muy cansada y no le apetecía nada hacer la compra, pero tenían la nevera prácticamente vacía y no le quedaba más remedio que ir cuando llegara a casa. 

A paso de tortuga, continuaban acercándose a la salida de la carretera que habían de coger. Su acompañante se levantó y su puesto lo ocupó un hombre de los que se abren de piernas y ocupan el espacio vital de su vecino de fila. Gloria se encogió, emitió un suspiro de fastidio y dejó el móvil para coger el e-book y ponerse a leer la novela que la tenía enganchada en aquel momento, "Germinal", de Émile Zola. 

Los obreros habían decidido ya comenzar la huelga, pero a Gloria le costaba concentrarse. En una fila de asientos cercana, un par de adolescentes discutían a gritos sobre quién era mejor: Cristiano Ronaldo o Leo Messi. El mismo debate rancio, los mismos argumentos ridículos, el mismo tema prosaico de siempre. Y si no era ése, estaba el de qué equipo era mejor: el Madrid o el Barça, el que trataba de determinar a qué equipo beneficiaban más los árbitros, o cualquier otro asunto relacionado con el fútbol tratado con la misma carencia de clase e idéntico volumen de decibelios. 

Unas filas por delante de su asiento, un matrimonio hablaba de la crisis política del momento y de las diferentes estrategias desarrolladas por los partidos políticos destinada a salir bien parados de la misma y a ganar así votos de cara a la siguiente cita electoral. De pie, y próxima a la puerta de salida central, una chica hablaba por el móvil con su novio y, por supuesto, lo hacía a gritos. "Sí, cari, estoy en el autobús. Casi parados. Esto es una mierda, tío. Llegaré a y media más o menos. Diles al moro y al Richar que me esperen en el parque. Un beso, cari". 

Imposible seguir con Zola y sus rebeldes mineros. Apagó el e-book, cerró los ojos y trató de no pensar en nada, ni siquiera en el tipo que le invadía su espacio vital con sus enormes piernas y sus musculosos brazos plenos de tatuajes. 

Con los ojos cerrados, reflexionó sobre la cantidad de horas que pasaba en el trabajo, sobre los interminables trayectos de ida y vuelta de su casa al trabajo y de su trabajo a su casa y sobre lo poco que veía a Tomás, lo poco que disfrutaba de la vida y lo que hablaron Tomás y ella la última noche. 

"¿Tener un hijo ahora?", preguntó Gloria tras la propuesta de su marido, "si apenas nos vemos!". Y era cierto. Pasaban todo el día fuera de casa. Él, además, trabajaba un sábado de cada dos. Ella siempre había querido tener un hijo, pero cómo organizarse, quién lo cuidaría cuando el niño saliera del colegio y hasta que ella regresara a casa. pedir una reducción de jornada en el trabajo era imposible en estos momentos y menos aún con el nuevo jefe. Y después, ¿qué tipo de vida llevaría su hijo en aquella ciudad más mastodóntica, más fría, más contaminada?

A Gloria le asustaba sobre todo esto último: condenar a su hijo a una ciudad que, cada día, le resultaba más inhumana. Condenarle a una existencia como la que llevaban ella y su marido, trabajando cada día más horas por menos dinero, pasando de atasco en atasco, de cola en cola, de muchedumbre en muchedumbre, respirando un aire viciado, y lejos, cada vez más lejos de la naturaleza, de la vida, del aire limpio, de los espacios abiertos donde poder contemplar y disfrutar con un cielo estrellado, con un amplio horizonte, con un bosque, con una playa sin urbanizar; un espacio lejos del colapso humano de las grandes urbes. 

Y sí que existían aún lugares así. Ella y Tomás lo sabían. Su pueblo, donde apenas vivían diez personas, era un ejemplo de ello. Alguna vez se había planteado la posibilidad de irse a vivir allí, dejar sus respectivos trabajos e iniciar una nueva vida con menos pretensiones, tal vez más dura en algunos momentos, pero más satisfactoria, más humilde, más pequeña, pero más satisfactoria, sí, más satisfactoria. Pero era algo difícil, muy difícil, casi imposible de conseguir, o al menos eso le decían sus padres y sus amigos; y el propio Tomás, a quien también le gustaría vivir en el pueblo.

Tras una hora y veinte minutos de viaje insufrible, finalmente llegó la parada de Gloria, le pidió a su invasor que le dejara paso, se levantó, se acercó a la puerta y, una vez abierta ésta, salió a la calle y se abrigó de nuevo. El paso del frío helador de la calle al calor infrahumano del autobús y, de éste, nuevamente al frío helador de la calle, era otra de las cosas que, poco a poco, la iba matando. 

Al llegar a casa, se cambió de ropa y bajó al supermercado a comprar. De nuevo colas, de nuevo cientos de persona haciendo lo mismo que ella, de nuevo aglomeraciones, aunque, en esta ocasión, con una banda sonora horrible que se repetía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

Llegada a casa de nuevo y ordenada la compra, se dio una ducha relajante y preparó la cena, terminada justo cuando arribaba un exhausto Tomás. Juntos cenaron, sin hablar mucho, contándose sus respectivos días sin mucha ilusión. Era lo de siempre. Lo podrían obviar, mas el silencio resultaba a veces un tanto plomizo. 

Cuando terminaron de cenar, Tomás recogió la mesa y lavó los platos mientras Gloria se lavaba los dientes y, con la tele encendida, se recostaba en el sofá. Al sentarse Tomás a su lado, y como la película que veían no les convencida a ninguno de los dos, Gloria volvió a sacar el asunto del pueblo. 

"Es muy difícil, y lo sabes. ¿De qué vamos a vivir, y dónde?", preguntaba siempre él. "Podemos pedir que nos paguen el paro en un pago único para montar un pequeño negocio”, respondía siempre ella, “sabes que yo tengo una idea. Podríamos vivir en casa de mis padres al principio y, poco a poco, construirnos una casa en la cerca que tenemos, podríamos...". 

Era la conversación de siempre y la conclusión de siempre: "Es muy difícil, muy difícil, cariño".

Gloria se quedó dormida enseguida. Tomás siguió dándole vueltas al asunto. Le gustaría vivir en el pueblo, por supuesto, pero le daba miedo, mucho miedo; como siempre. "¿Y si todo les salía mal? ¿Y si se sentían solos? Y si tenían hijos, ¿no se sentirían huérfanos de amigos? ¿No les echarían en cara en el futuro el hecho de vivir en un lugar tan abandonado?". 

Sí, pensaba en todo lo que podría salir mal, pero nunca pensaba en todo lo que podría salir bien, y tampoco se paraba a pensar en la vida que tenían ahora en aquella inmensa ciudad que los engullía, que los agotaba, que los dejaba sin aliento día a día. Aquella noche, sin embargo, sí que pensó en ello y recordó una reflexión que leyó en un viejo manual de filosofía que hubo de estudiar en el instituto. No recordaba lo que decía el filósofo que la firmaba ni las palabras exactas, aunque sí que se acordaba, más o menos, del espíritu de su reflexión.

El filósofo de turno explicaba que, en ocasiones, uno, sin ser consciente de ello, se incorpora a una fila de humanos que camina sin voluntad con un mismo destino. Uno, al igual que el resto de miembros de la fila, ve que, al final del camino, se halla un precipicio y que todos, sin excepción y como autómatas, al llegar al precipicio, se precipitan al abismo. Sin embargo, todos, uno mismo incluido, continúan avanzando hacia el abismo, hacia la perdición. 

Pensaba ahora Tomás si sería posible aventurarse fuera de la fila y emprender un camino nuevo, diferente, arriesgado, todo lleno de posibilidades y carente de certezas, salvo la de determinar uno mismo el recorrido a seguir. "Sí", pensó, "tal vez merezca la pena ir al pueblo, arriesgar y comenzar a vivir, vivir intensamente de nuevo, reconociendo cada día como algo nuevo, una aventura diferente, nuevas cosas que hacer, que descubrir, desafíos por afrontar; un camino distinto que recorrer".

A la mañana siguiente, mientras desayunan, Tomás le dice a Gloria que sí, que está de acuerdo, que lo pueden intentar. 

Y así comienza un nuevo día, un nuevo día, igual de plomizo y cansado que los demás, pero con algo diferente, con el perfil de un camino que se empieza a esbozar en el horizonte y que les aguarda pleno de novedades, riesgos e incertidumbres, un nuevo camino que merece la pena recorrer. 




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