Cuando uno llega a la edad adulta y empieza a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, puede caer en la cuenta de que la felicidad no es la que nos han vendido de que las grandes ciudades son lo mejor y están llenas de grandes oportunidades.
La vida esperada (o la que los demás esperan de ti) es esa en la que consigues un trabajo, una pareja, te hipotecas y tienes hijos y, además, en ese orden porque es lo responsable, lo que hay que hacer a pesar de asfixiarnos y perdernos en el camino por conseguirlo.
"No hay cabida" es el corto documental que supone la ópera prima del cámara Alberto del Valle y que abre un importante debate que va más allá de su premisa, ¿dónde está la felicidad, en vivir en el campo o en la ciudad?
La idea de prosperidad, en la sociedad en la que nos ha tocado vivir, está relacionada a conseguir metas materiales y objetivos que nos dignifican como personas pero que tienen un coste muy alto, el de perder valores relativos a la empatía, la solidaridad y, lo más importante, relativos al sentimiento de comunidad.
La crisis económica, el elevado precio de las hipotecas y los alquileres, los trabajos precarios, el estrés de los ritmos cosmopolitas, las jornadas laborales interminables o los inteminables viajes de vuelta a casa en transporte público, están empujando a mucha gente a preguntarse si hay vida más allá de las ciudades, si hay vida en general.
Esa angustia existencial está llevando a que pequeños pueblos que estaban muriendo, estén renaciendo gracias a los sueños, las ilusiones y las ganas de muchos valientes dispuestos a romper esquemas sociales y disfrutar de lo importante.
Del Valle, a través del seguimiento que hace a personas con proyectos de reubicación vital, nos plantea cuestiones como hasta que punto merece la pena vivir en las celdas de asfalto en una ciudad superpoblada en la que, sin embargo, la soledad flota en el aire como parte de la malsana polución.
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