16 de abril de 2021

Gestión tradicional del comunal en León

 
En León, al igual que en otros lugares del Noroeste de España y en todo Castilla, durante siglos los comunales fueron la urdimbre del tejido productivo. Esta entrada contiene algunos framentos y enlaces sobre cuáles eran los principales aprovechamientos y cómo eran regulados por las comunidades rurales, publicados en el blog La Nuestra Tierra

Aprovechamientos ganaderos

Los pastos comunes eran indispensables para la economía agraria. Respaldados por grandes áreas de pastos comunes, los campesinos podían sostener el ganado y especialmente el ganado de labor sin costo alguno, sin necesidad de destinar la tierra cultivable a alimento y forraje de éstos; en segundo lugar, dada la naturaleza orgánica de esta agricultura, el estiércol de los animales era esencial para proporcionar nutrientes a los cultivos; tercero, el ganado generaba subproductos que a su vez facilitó que las economías familiares fuesen más autosuficientes.

La tipología de uso y la amplitud de los espacios de pasto comunal era variada, derivada del aprovechamiento integral y escalonado del territorio, y de las distintas utilidades y exigencias alimenticias de la cabaña ganadera. Un rasgo común a todas las comarcas es la estricta regulación de los usos ganaderos. La importancia económica del comunal y su función indispensable en el sostenimiento de los ganados exigía cuidar que nadie se apropiase y adquiriese algún derecho que incidiese de forma negativa en la comunidad.

Los mejores pastizales comunales se destinaban para los animales más productivos y de mayor rentabilidad, siendo común a toda la provincia que en las zonas bajas próximas a las poblaciones (márgenes de los ríos y zonas relativamente húmedas) se estableciesen «cotos boyales» (también llamados «coutos», «dehesas boyales» o boyerizas) en donde pastaba el ganado de labor de los pueblos durante el verano, época durante la cual la exigencia de trabajo era mayor. Por esta razón, allí donde el pasto escaseaba, los «cotos boyales» eran indispensables para los pequeños labradores carentes de pastos propios. En las Ordenanzas se establecía el período de aprovechamiento de los «coutos», el cual solía ir de mayo hasta septiembre, y el tipo y número de ganado que podía realizar los aprovechamientos. Las ordenanzas prohibían y castigaban la introducción de ovejas y cabras en los espacios comunes y restringían el número de bueyes o vacas de labranza, siendo lo usual que cada vecino pudiese introducir una pareja en los pastos comunales y que estuviese prohibido que el ganado bovino de engorde destinado al mercado utilizase los cotos boyales. No obstante, en el siglo XIX con el aumento de la población —y el consiguiente incremento del número de yuntas de labor— las ordenanzas comienzan a tolerar la introducción de un número mayor de animales; en algunos casos, pagando las cantidades acordadas por el concejo.

Al norte de la provincia, en la montaña cantábrica, la ganadería era el principal medio de vida y los pastos comunales ocupaban la mayor parte del espacio productivo. Allí, encontramos tipologías específicas de comunales como los “puertos de montaña”, que aprovechados durante el verano por los rebaños trashumantes mesteños, aunque también por el ganado vacuno y equino de recría de los vecinos, solían ser una importante fuente de ingresos para los concejos locales. Otras tipologías de pastos de altura de aprovechamiento colectivo eran llamados «prados de concejo» del municipio de Burón, o las «brañas»,características de la comarca de Laciana. Las «brañas» eran el nombre de los espacios de propiedad comunal situados en la parte más resguardada de la montaña donde al inicio del verano era conducido el ganado vacuno para que aprovechase colectivamente los abundantes pastos; allí, cada vecino disponía de una cabaña donde recoger los ganados, ordeñarlos y elaborar queso o manteca de vaca.

El vacuno de recría y el ganado menudo como cabras y ovejas, encontraba el sustento en el llamado «monte bajo», o aquellas partes del monte menos productivas situadas en las zonas periféricas del espacio concejil y pobladas por matorrales e hierbas de “producción espontánea”. En el aprovechamiento del monte bajo, el cual duraba todo el año, no solía haber un límite respecto al tipo y número de ganado a introducir, aunque en Ordenanzas de la Edad Moderna sí aparecen prohibiciones y limitaciones.

Además de pastos, el comunal proporcionaba otros esquilmos como los «fuyacos» o la montanera de bellotas de robles y encinas aprovechada directamente por los ganados menores, o utilizada para alimentar a los cerdos junto con cardos o gamones también obtenidos en el monte. Los «fuyacos» eran ramas de roble y otros árboles que a finales del verano los ganaderos acopiaban para alimentar el ganado en el invierno, práctica que en algunos casos aparece reglamentada en las ordenanzas. Su importancia era tal que, aunque la Administración forestal la consideró sumamente dañina para el arbolado, tuvo que aceptarla e incluirla en los Planes de Aprovechamiento Forestal anuales.

La normativa concejil también establecía medidas de policía sanitaria del ganado, cuidaba que en los rebaños fuesen seleccionados para sementales los mejores ejemplares de la cabaña ganadera, y obligaba a los vecinos a pastorear el ganado de forma colectiva a través de las «veceras» estableciendo normas sobre cómo llevar a cabo el pastoreo y las responsabilidades de los pastores en el caso de daños por el lobo o por negligencias en la guarda del ganado. Con este tipo de organización colectiva a la vez que se producía un “ahorro” de trabajo se aprovechaban más eficientemente los pastos al separar a cada tipo de ganado por edad, y/o destino. Aunque el pastoreo en común ha sido propio de áreas ganaderas con grandes extensiones de pastos comunales, esta forma de organización puede ser vista como una estrategia tendente a mantener unida a la comunidad de aldea cuya pervivencia se sustentaba en la ayuda mutua.

Aprovechamientos agrícolas

En León, a partir de la colonización medieval se destinaron al cultivo permanente aquellas zonas más apropiadas para la agricultura como los fondos de valle con suelos más ricos y profundos. Gracias a las sucesivas ocupaciones y roturaciones de tierras comunales se sostuvo el crecimiento poblacional producido en la Edad Moderna (Rubio Pérez 1999). Aunque en España entre los siglos XVI y XVIII se vendieron numerosas propiedades comunales para hacer frente a los gastos de las haciendas locales parece que en León los comunales salieron bien parados (Sánchez Salazar 1988, 62; Rubio Pérez 1993, 59). En la provincia de León lo usual fue la cesión del dominio útil a los vecinos por parte de los concejos mediante el reparto de quiñones (Rubio Pérez 1993, 59) con lo cual llegados a mediados del siglo XIX se mantenían aprovechamientos colectivos sobre un importante porcentaje del espacio cultivado. Se podía llegar al extremo que el terrazgo labradío permanente fuese comunal, como ocurría en Llánaves de la Reina, en la montaña, donde según Costa (1898, 107), el Concejo era el titular de las tierras labradías siendo repartidas cada diez años por partes iguales y por suerte entre todos los vecinos; cuando algún vecino moría la tierra volvía al concejo que la entregaba a algún vecino nuevo si lo hubiese, o a los vecinos más antiguos.

Precisamente, un fenómeno característico del siglo XIX fueron las roturaciones temporales en los montes en todas las comarcas de la provincia, especialmente en las más montuosas. Normalmente, desbrozada aquella parte del monte señalada por el concejo, eran medidas marcadas tantas suertes o “quiñones” como vecinos hubiese en la localidad para posteriormente sortearlos entre los vecinos, los cuales ya de forma individual roturaban y preparaban el terreno por su cuenta. Bajo la supervisión del «concejo de vecinos» y según el uso y costumbre del lugar, a cada vecino le era adjudicado un quiñón por cinco o seis o incluso diez años, a la vuelta de los cuales se procedía a su abandono o a un nuevo reparto. Estos sorteos y repartos periódicos impedían que se afianzasen los derechos de los cultivadores y que los terrenos perdiesen el carácter de comunales. Aunque no era frecuente, en ocasiones las roturaciones tenían carácter comunitario; por ejemplo en zonas de la Cabrera el vecindario cultivaba en común la denominada «bouza del concejo» destinando los ingresos obtenidos a satisfacer necesidades y gastos del Concejo, lo cual puede ser visto como un impuesto cubierto mediante prestaciones personales. También en municipios de la ribera del Esla, como Cabreros o Villaornate hasta mediados del siglo XIX pervivieron las «senaras» o espacios comunales en los cuales el trabajo se organizaba de forma colectiva, repartiéndose el producto obtenido entre los vecinos (Pérez García 1993; Martínez Veiga 1996).

La importancia de estos cultivos de monte variaba de unas comarcas a otras si bien había una serie de características comunes como el predominio del cultivo de centeno (a veces cuando el monte era roturado por primera vez eran sembradas patatas o legumbres), el uso de rotaciones bienales (año y vez) y la fertilización mediante el descanso anual y el pasturaje de los ganados durante el barbecho. Una variante de las roturaciones temporales de monte eran los “cultivos sobre cenizas” en las sierras de Ancares y del Caurel y en las montañas occidentales del Bierzo; estas “bouzas” o “searas” roturadas cada doce años mantenían tres zonas alternantes como terrazgo temporal, destinándose al cultivo de centeno en rotación bienal durante seis años.

En las partes más bajas y llanas de la provincia lo más común era que el comunal estuviese roturado de forma permanente y dividido en «quiñones» los cuales eran redistribuidos cada varios años entre todos los vecinos del pueblo; un ejemplo es Villaquejida donde en 1931 de las 803 hectáreas de comunales, unas 600 (3/4 del total) estaban destinadas al cultivo de cereales o viñedo. También podía darse que fuesen tierras de cultivo intensivo: en Carrizo de la Ribera en 1931 constaban 480 hectáreas de campos comunales “parcelados ususfructuariamente entre vecinos (…) dedicados al cultivo de cereales-centeno-lino”. Sin embargo lo habitual era que las roturaciones permanentes del comunal fuesen tierras de secano para el cultivo de cereales y legumbres.

Al margen del reparto en quiñones entre el total de vecinos existían otras modalidades como las «vitas» en el partido judicial de Sahagún; allí la vega de tierras de labor de varios pueblos estaba dividida en un número fijo de quiñones (vitas), normalmente entre 30 y 70, cada una de las cuales era llevada o usufructuada de por vida por un vecino; al morir éste, la posesión de la tierra no se trasmitía a sus herederos sino al vecino de más antigüedad que estuviese esperando turno. En caso de que hubiese quiñones suficientes se entregaba una «vita» a los vecinos jóvenes al tiempo de casarse (Costa 1898: 142). Análogas a las «vitas» y también en el sur y sureste de la provincia, destacan «dehesas de labor» de Valdemora o Castilfalé, los «apréstamos» de Gusendos de los Oteros, o los «quiñones de Villayerro» en Mansilla de las Mulas; estos últimos, de una extensión total de 465 hectáreas, eran aprovechados por los labradores más antiguos. Cuando alguno de los 55 «quiñones» –provenientes del despoblado de Villayerro y compuesto por entre 22 y 27 fincas– quedaba vacante el ayuntamiento lo adjudicaba a nuevos labradores que lo hubiesen solicitado. Tenía preferencia el vecino más antiguo sin quiñón, quedaba obligado a cultivarlo por su cuenta, ya que la cesión o el arrendamiento significaban su pérdida. Respecto al aprovechamiento común de las «dehesas de labor» o los «apréstamos» el concejo de vecinos únicamente poseía el dominio útil de estas tierras, habiendo de pagar al dueño del dominio directo un canon o pensión por razón de señorío. Estos predios, divididos en quiñones, eran sorteados cada seis años entre los vecinos para que cada cual lo trabajase por su cuenta, reservándose el concejo alguna de estas “suertes” en previsión de que pudiese aumentar el vecindario antes de un nuevo reparto (Costa 1898; López Morán 1900 y 1902). En algunos casos, los quiñones no eran sorteados, sino que únicamente tenían derecho a ellos los que tuviesen yunta de labor siendo la cantidad de tierra entregada temporalmente en función del número de yuntas poseídas.

A pesar de la importancia de los aprovechamientos agrícolas del comunal, éstos apenas aparecen reglados por escrito, intuyéndose varias razones de ello. Allí donde predominaban las roturaciones permanentes no era necesario un ordenamiento que regulase los aprovechamientos individuales del comunal; las ordenanzas solían regular aquella parte de la actividad económica que tenía un carácter colectivo. Donde la roturación y puesta en cultivo del comunal era un fenómeno temporal, al haber una privatización temporal del uso (a la vuelta de unos años las tierras eran abandonadas y revertían de nuevo al común no cabía una regulación estricta; aún así en ocasiones las ordenanzas recogen esta exigencia. La principal prohibición establecida en el ordenamiento consuetudinario era la de «rozar» o roturar terrenos comunales ya que ello disminuía la superficie de pastos, o de comunales. Por esta razón, se prohibían y castigaban las “roturaciones arbitrarias” (no autorizadas), permitiéndose únicamente los rompimientos en los espacios autorizados por el «concejo de vecinos», cuidando también que no hubiese usurpaciones.

Leñas, maderas y otros aprovechamientos

Un importante esquilmo del comunal era la madera; básica para edificación y para construcción de útiles en toda la provincia, en comarcas donde abundaba el arbolado su importancia era aún mayor. Así por ejemplo en pueblos de la montaña el concejo autorizaba a cada vecino a extraer una determinada y pequeña cantidad de árboles para la construcción de aperos de labranza –rodales, carros, madreñas, etc– que eran vendidos en mercados locales o incluso en Castilla; con el ingreso obtenido los montañeses podían comprar vino, grano, harina, legumbres y otros productos que la tierra no producía (Alba 1863; Madoz 1850, 321).

Con el objetivo de que estos recursos no fuesen esquilmados, el ordenamiento consuetudinario regulaba los derechos y obligaciones de los vecinos respecto a los aprovechamientos de maderas y leñas; lo más destacable es que las cortas sin autorización del concejo estaban prohibidas y las leñas y madera destinadas a usos es “domésticos” eran gratuitas. En algunas comarcas era común que cada vecino tuviese derecho al denominado «quiñón de leña»; es decir, los montes eran divididos en lotes y adjudicados “por suerte uno á cada vecino para que aproveche, cuando mejor le plazca, la leña que en él hubiere” (López Morán 1900). Generalmente , las ordenanzas señalaban la fecha del aprovechamiento, el número de carros de leña que cada vecino podía extraer y el modo de realizar las cortas (había que dejar algunas varas o árboles, para que la leña se fuese renovando).

También para que los árboles se fuesen renovando y se pudiese disponer de madera para usos domésticos o vecinales (reparación de puentes o presas para riego, o la refacción de edificios públicos como la escuela o la casa de concejo), las ordenanzas establecían zonas acotadas o «debesas» en las que se prohibían las cortas. Aunque a mediados del XIX la legislación estatal vigente castigaba fuertemente las infracciones forestales, se constata que las ordenanzas seguían estableciendo castigos pecuniarios o en vino en función de la leña o madera extraída del monte, doblándose el castigo si se producía durante la noche. También en ocasiones las ordenanzas regulaban el modo de realizar los aprovechamiento de madera, cuidando que el monte se fuese regenerando, estableciendo incluso la obligación de plantar árboles en terrenos comunales.

En el siglo XIX la leña era el combustible de la mayor parte de los hogares rurales de León, utilizándose también el carbón vegetal en centros urbanos, fraguas o herrerías. La venta de leña o carbón vegetal (de brezo, encina o roble) obtenido en los comunales era una actividad temporal y complementaria a las ocupaciones agrícolas, especialmente para los vecinos más pobres; incluso en comarcas próximas a ferrerías o a centros urbanos como León, Astorga, La Bañeza o Ponferrada de esta actividad se podía obtener un pequeño ingreso monetario. Si bien en la Edad Moderna era común que las ordenanzas limitasen y prohibiesen la mercantilización de los productos de obtenidos en el monte, en las Ordenanzas del siglo XIX estas actividades no aparecen reguladas.

En relación a otros usos forestales, en León eran numerosos los “frutos” obtenidos en el comunal como yerbas –utilizadas como drogas y medicinas–, miel y cera a través de la apicultura, cortezas para el curtido de pieles, las cuales no suelen aparecen reguladas en las ordenanzas. Sí que aparece reguladas servidumbres como la «poznera» o plantación en terreno común de frutales, como castaños o nogales, los cuales eran de disfrute particular por el vecino que la realizase. También cabe destacar actividades como la caza o la pesca, las cuales complementaban la dieta o el ingreso de los campesinos, siendo numerosísimas las referencias que aluden a su abundancia hacia 1850. Otro ejemplo es que, hasta finales del siglo XIX, cuando los lavaderos de carbón acabaron con los principales ríos trucheros de la provincia (Fernández 1925, 44-5), las truchas no sólo se vendían en los mercados locales sino también en Madrid a través de los arrieros.



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