15 de agosto de 2024

Semilla - Relato ganador del III Concurso de relatos : Repoblados


 


Semilla, por Andy Cabello Bravo

Cuando observas a tu hijo respirar en la cuna, piensas inevitablemente en una semilla. No tienes en la cabeza la imagen más científica de una semilla, pero en ambos ves un cuerpecito destinado a crecer. Admítelo: te conmueve la materia en su estado más vulnerable. No sabes por qué, y en el silencio que os concede la soledad del campo meces tus conjeturas: «mi hijo, mi hijo va a ser poeta, escultor; mi hijo necesitará un lienzo infinito para dibujar los surcos de esta tierra». Son conjeturas en vano.

          Déjame confesarte: yo no soy padre, pero también he sentido una ilusión parecida a la que sientes tú ahora. Quieres acercarte silencioso hacia el bebé, y apoyar la cabeza en su pecho diminuto. Te resulta un misterio que dentro quepa un corazón. De repente tu hijo estornuda, te levantas de un brinco y acudes a su lado. No ha pasado nada: sigue durmiendo. La manta, la manta que lo arropa os la ha traído tu hermana Remedios desde Madrid. Daniela, tu mujer, ha quedado encantada: es una tela suave y celeste que huele a esos últimos días de invierno.

          —¿Te acuerdas de cuando éramos niños, y mamá nos regañaba por andar Dios sabe dónde, descalzos y sin planes de volver a casa? —te dice.

            Claro que te acuerdas, cómo no te ibas a acordar, y además:           

            —Cuando nos gritaba aquello de «¡y aviaros una zamarra, leñe, que arrecia!».

            Asientes y tu hermana se ríe. No soléis hablar de esto, y quizá el nacimiento de tu hijo ha sido la ocasión idónea para veros de nuevo. Tu hermana acudió a la boda, pero ha pasado mucho tiempo. Demasiado, crees, con la muerte de vuestra madre en medio, un infarto y después el funeral al que tu hermana no pudo acudir, un imprevisto, en cualquier caso una desgracia, y luego nada, porque cuando despides a una madre la nada se instala dentro de ti como un huésped incómodo. «Lo siento mucho, espero que se fuera con tanto calor en el pecho como ella nos dio. Te quiere, Remedios», se disculpó en un mensaje de texto. Dos años más tarde os encontráis en el salón de la casa donde crecisteis, vigilando la respiración de tu bebé. Una vida por una muerte.

          —Ha cambiado tanto todo, supongo —añade.

         —Sí, casi no queda nadie de los mayores. Solo han pasado treinta años, y ya me cuesta reconocer quién es hijo de quién cuando la gente vuelve en verano. Algo así como cuando vienes tú a vernos. —Y sentencias esto último con cierto arrepentimiento, pues temes que haya sonado a reproche. —Lo siento, quería decir…

         —No, no pasa nada. Lo entiendo. En el fondo yo me fui para no regresar y tú volviste definitivamente, ¿no? Escúchame, quería pedirte algo.

           Y tu hermana se detiene ahí. La pausa se abre, se diluye.

           —Quiero ver a mamá. Nunca te pregunté cuál es su lápida.

          Estás a punto de responderla, pero ahora el que se detiene eres tú, porque tu hijo ha comenzado a llorar. Tiene hambre. Miras a tu hermana y te levantas a por el biberón.

 

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Esperáis a que Daniela llegue para ir al cementerio. Alguien tiene que cuidar del bebé. Le das un beso de hasta luego a ambos y cierras la puerta. Tu hermana te espera fuera, bajo unos nubarrones que no terminan de concretarse.

          —No recordaba esos bancos de allí. ¿Son nuevos? —y apunta a la plaza donde queda el bar, la farmacia y el colegio, ahora cerrado.

            —No, solo los han pintado, pero son los de siempre.

          Seguís caminando hasta llegar al cementerio. Sientes que el tiempo alrededor de una tumba es inmutable, como si todo el mundo se muriera a la vez o no se muriera nadie nunca. Es una sensación extraña por mucho que se repita.

           —A veces me imagino cómo habría sido mi vida si me hubiera quedado —dice Remedios. —Todo habría pasado más despacio.

           —Eso seguro. Reme… ¿Te importa que te diga una cosa? Desde que me mudé al pueblo tengo un miedo torero de ser padre. Bueno, me da miedo no serlo, en realidad. Ya lo he dicho. Y ¿sabes qué? El otro día soñé que Daniela y yo nos íbamos, los dos, sin nuestro hijo. Daniela me preguntó si creía que alguien lo iba a encontrar, y entonces mamá nos gritó que el bebé ahora le pertenecía, y que nos marcháramos, que el pueblo era solo para los muertos. Te juro que me desperté sudando.

            —No te agobies, no es como que los sueños suelan cumplirse.

            —Y tú, ¿con qué sueñas?

            —Me gustaría decirte que con mamá, pero soy incapaz. Creo…

            —Mira, esa es su lápida —la interrumpes.

          En los ojos de tu hermana te ves reflejado: hallar la lápida de una madre por primera vez es alimentar una herida con sal esperando que se cure.

 

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Por la noche contemplas el campo largo y tendido. No hay luz artificial, y el cielo parpadea como lechuza. Cuando eras un niño, recuerdas, las noches eran una gran confluencia de corrillos en la plaza. A menudo acudías a ellos bajo la falda de tu madre: te daba vergüenza que te descubriesen interesado en el «chisme» de los adultos.

          Eso es algo que no vivirá tu hijo. No crecerá con las puertas de casa abiertas por si viene la vecina y necesita pan duro para las gallinas. Ni tampoco jugará con canicas; con la de máquinas que venden hoy lo más probable es que no tenga que salir de casa para divertirse. Tú, que te has criado sabiendo lo que es un jergón y distingues a un milano real por la cuña de sus timoneras, te decepcionas ante el triunfo de lo moderno. Paradójico o no, también te preguntas si tu hijo no sería más feliz en otra parte.

         Tu bebé, esa semilla arrugada, duerme tranquilo en vuestra habitación. En un rato Daniela notará el hueco al otro lado de la cama, pero de momento te sientes a gusto sentado en el umbral de la entrada. Pareces un filósofo abstraído. Le has dicho adiós a tu hermana horas atrás y no puedes evitar sentirte desamparado.

          La soledad, déjame decirte, no es un concepto sólido. Estar solo supone refundarse en las cualidades del agua, aceptar una forma externa. Y tampoco es sólido el dolor, aunque pienses que te dolería abandonar el sitio donde tantas veces te llamaron por el apodo de tus abuelos. Es curioso entonces que te cueste pensar en la herida de manera abstracta. Un meteorito o un huracán escuecen menos que el vacío en la garganta si no puedes pronunciar «mamá». Aprendes que la violencia es devastadora en todas sus formas, pero sobre todo lo es en los detalles cotidianos.

 

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Te levantas confuso, con dolor de cabeza. Has dormido poco. No le des más vueltas. Sal al campo y pasea con tu hijo. Allí podremos terminar esta historia. Te voy a contar un secreto: tu hijo no va a ser poeta ni pintor. De hecho, suspenderá dibujo en el colegio, y habrás de dedicar las tardes a colorear montañas sin salirte de la raya negra. Ignoro qué le depara el futuro más allá de una cosa: a tu hijo no le faltará llanura ni meseta en la que corretear de vuestra mano. Además, tendrá una amiga; no sé su nombre, pero vendrá de un país extranjero con sus padres gracias a ese conjuro que llaman «desconexión digital». Esa amiga le durará para siempre.

          —¿Y no querrá marcharse?

          Por supuesto, quién no lo desea. Pero también querrá quedarse. Sé que es complicado de entender. Piensa en ti cuando eras un adolescente.

          Observas a tu hijo en su carricoche con la mirada de un padre primerizo. Te produce ternura cómo añusga la nariz antes de estornudar; la mañana refresca. Si lo miras detenido sientes que remolca el pasado: a tus padres trajinando en el corral o al perro de la tía Herminia hocicándoles las manos en busca de comida. Confías en los remolques como en una posibilidad tangible. Y te imaginas, cinco, diez, quince años más tarde, arando el porvenir de la mano de tu hijo mientras le señalas los caminos donde una vez creció la hierba. La memoria que guardas del futuro es un inmenso labrantío de surcos.

           —Mejor será que demos la vuelta, —dices —está tosiendo demasiado.

        Das la vuelta y continuas, nervioso. No te aceleres con el carrito, así, más lento. Poco a poco aprenderás a conducirlo. Sí, es cierto que refresca. ¡Levanta la vista! Esta noche descarga una buena tormenta. Noche de brasero y frazada. Nada de escabullirse cuando tu madre no mira y volver a casa calado hasta los huesos. Vais a entrar ya, así que me despido, pero antes voy a decirte una última cosa.

         La vida es un árbol, y la savia que lo nutre recorre múltiples direcciones. Son las raíces las que alimentan los nuevos brotes.

         Esta noche va a llover. Recuerda: las semillas necesitan agua. Toda la que el cielo pueda brindarles.

 

 



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