El nadador, por Victoriano Alcalde Azcune
Aprendí a nadar en Oreina, un diminuto pueblo perdido entre altas y verdes montañas, en la provincia de Navarra, a más de ciento treinta kilómetros del mar.
El único riachuelo que atravesaba el valle de Oreina ni siquiera en su poza más profunda alcanzaba a mojar las rodillas, además en el tiempo de esta historia –a mediados de los años 70– todavía no se habían inventado las piscinas, al menos en aquellos parajes montañosos y tan poco "civilizados". Pero es que yo no aprendí a nadar sobre una superficie de agua, sino sobre hierba, sobre olas doradas de hierba seca.
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En aquel entonces –yo tendría unos ocho o nueve años– no habría en Oreina más de treinta habitantes, eso sin contar las vacas y las ovejas, claro. En mi memoria Oreina era un pueblo con una iglesia (una iglesia demasiado grande, me pareció siempre), una taberna (demasiado pequeña, al menos los domingos de verano después de misa), un caserón antiguo y solemne que servía de Ayuntamiento-Ambulatorio-Centro Cultural, una única calle adoquinada y franqueada por dos hileras de casitas de piedra, y un archipiélago de caseríos de tejados rojos que orbitaban desperdigados en las montañas de alrededor.
Solíamos visitar Oreina durante las vacaciones de verano (en Navidad había demasiadas probabilidades de quedarnos aislados por la nieve). Apretujados entre maletas en el Seat 121 de mi padre recorríamos los sesenta y pico sinuosos kilómetros desde Pamplona hasta Oreina. Nos alojábamos en el viejo caserío en el que aún vivían mis abuelos, a unos quince minutos de caminata del núcleo "urbano". Allí, en aquel enorme caserío de piedra, musgo y recias vigas de madera, había nacido mi madre.
Mis dos tíos eran solteros, no tenían hijos; así que mi hermana y yo éramos los únicos niños de lugar. Como mi hermana era tres años más pequeña que yo, a la hora de jugar "en serio" yo tenía que apañarme solo. En el caserío mi juego preferido, mi mayor aventura era, claro, el desván.
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Aquel desván era una puerta a otro mundo, a otro universo. Se respiraba allí un aire mágico, como a Santuario pagano, a lugar misterioso, prohibido... sobre todo durante esos meses de verano, cuando me encontraba el desván lleno hasta arriba de montañas de heno. Mi abuelo almacenaba esas reservas de hierba seca –hierba arrebatada de los prados cercanos a base de sudor y guadaña– para alimentar a los animales durante el largo invierno de Oreina.
Yo me escabullía de los mayores (y de mi pequeña y torpe hermana) y ascendía la quejumbrosa escalera hecha de troncos que llevaba al desván. Una vez arriba me deslizaba pegado a la pared, a través de un estrecho corredor despejado de hierba, y llegaba hasta una isla abierta en el proceloso océano de helechos resecos, remolinos de florecillas mustias, tréboles de cuatro hojas y espigas doradas.
Allí, arrumbado contra la pared, me esperaba un carro de labranza, de aquellos que eran tirados por bueyes gigantescos; un carro abandonado, viejísimo, con las enormes ruedas de madera carcomidas y tapizadas de telarañas antediluvianas. Sobre el carro había un barril, relleno de vino, o de sidra, o quizás... relleno de sueños. Yo trepaba, ágil e inmortal, a bordo del carro, y recuerdo que subido de puntillas sobre la atalaya del barril si levantaba el brazo casi alcanzaba a tocar las vigas del tejado. Poco a poco me asomaba por la borda del barril, hasta que el vértigo me empezaba a cosquillear la tripa. En el último momento aspiraba un buen puñado de brisa dorada y con los brazos abiertos de par en par, convertido en ángel, me lanzaba al vacío.
Y me hundía, me hundía, me hundía, un metro, dos metros, tres metros... en aquel silencioso mar de hierba. Cuando mis pulmones estaban a punto de reventar comenzaba a bracear para salir a la superficie. Sobre el ondulado oleaje de hierba nadaba de nuevo hasta el carro, me volvía a subir al barril y otra vez me lanzaba al viento. Así, de chapuzón en chapuzón, pasaba las horas de aquellos veranos irrepetibles.
Hasta que ya no podía aguantar la urticaria provocada por mi propio sudor mezclado con el espumoso polen de oro y las briznas de hierba que empapaban mi ropa, mi pelo y todo mi cuerpo. Entonces bajaba del desván, me presentaba como un náufrago derrotado ante mis abuelos y mis padres, y estos, sin poder ocultar una sonrisa, me obligaban a ducharme inmediatamente y a cambiarme de ropa.
En aquel desván del pueblo de Oreina, mientras aprendía a nadar, pasé los mejores días de mi vida.
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Hace mucho tiempo que mis abuelos murieron, primero mi attona Fermín y poco después mi amoña Patrixi. Fallecieron también mis tíos (uno en Pamplona, al poco de jubilarse, y el otro en Idaho, Estados Unidos, a donde había marchado para trabajar de pastor), y hace doce inviernos mi madre, aquejada de un tumor cerebral que le provocó una precoz pero a la vez galopante y despiadada demencia senil que la consumió en apenas dos años. Los últimos meses antes de morir, aunque el cuerpo marchito de mi madre siguiera sentado en el sofá de nuestra casa en Pamplona, su alma joven y fresca regresaba al caserío de Oreina, el lugar donde nació y donde ahora permanecerá para siempre.
Salvo por el alma y las cenizas de mi madre el caserío de Oreina quedó vacío. Fue perdiendo tejas, vigas, solivos, peldaños, cristales, contraventanas, hasta quedar convertido en una triste ruina. Década a década, también el pueblo de Oreina fue languideciendo, tragado por las brumas de la desmemoria. Sin la taberna, sin unos servicios mínimos los viejitos se mudaban al cementerio y los no tan viejos se marchaban con sus hijos a Pamplona. Ningún gobierno de turno se preocupó tampoco de reparar los inmensos socavones de la "carretera" y en la actualidad Oreina permanece semiabandonado, como tantos otros pueblos de montaña, olvidado hasta por los satélites geoestacionarios, pues ni siquiera aparece en el famoso Google Maps (no os empeñéis en buscarlo).
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Yo terminé la carrera de psicología en Pamplona, me enamoré y tuvimos dos hijos; un niño y una niña. Mi compañera y yo éramos felices juntos, sí... pero parecía que siempre nos faltaba algo. Llevábamos años tratando de sacudirnos ese sentimiento de exilio que igual que un reuma había empezado a anidar en nuestros corazones. Una voz interior nos decía que teníamos que dejar las calles grises de Pamplona y buscar un entorno más puro y cercano a la Naturaleza. Y no era solo por nosotros, también pensábamos que sería más saludable para nuestros hijos un ambiente más verde, menos urbano. Estábamos hartos de tanto tráfico, del mal humor de la gente, de amistades superficiales y frívolas de bar, de los "sabios" consejos de mis suegros y vecinos empeñados en encauzar nuestras "desorientadas" vidas...
Hasta que un día de hace diez años, a principios de verano, en cuanto nuestros hijos terminaron el curso escolar, levamos anclas y zarpamos viento en popa a toda rueda.
Embarcados en nuestra Nube Azul (una furgoneta Volkswagen-California de color nube de lluvia) cargada hasta los topes de maletas, como ataño en el 121 de mi padre, nos dirigimos todos, mi compañera, mis dos hijos y yo, de regreso a Oreina. Así dio comienzo nuestra odisea.
Apenas teníamos unos escuálidos ahorros en el banco (el poco dinero que heredé de mis tíos se consumió en la compra de Nube Azul). Con nuestros trabajos tan precarios ahorrar era tarea imposible, sobre todo teniendo en cuenta los abusivos precios del alquiler y de la vida en Pamplona. No podíamos, por tanto, permitirnos el lujo de contratar una empresa de construcción para la obra de restauración del caserío de mi familia, así que no nos quedó más remedio que convertirnos en albañiles autodidactas (en albañiles, en pintores, fontaneros, electricistas y en lo que fuera menester).
Había tanto por hacer... que cada mañana no sabíamos ni por dónde empezar. Íbamos de un lado a otro acarreando piedras, vigas carcomidas, tejas rotas... Aquello era como la condena de Sísifo, aquel que tenía que subir hasta la cima de una montaña con una roca, para que al llegar arriba la roca volviera a caer y otra vez vuelta a empezar. Pero no perdíamos la ilusión, a pesar de que todas las noches terminábamos exhaustos, llenos de moratones, raspazos, amagos de lumbago, esguinces varios...
Con infinita paciencia (y también con la impagable ayuda de otras dos jóvenes parejas que como nosotros se instalaron en caseríos de alrededor) conseguimos volver a hacer habitable el caserío. Aunque tampoco se puede decir que hayamos concluido la restauración. Sé que me moriré y seguiré todavía en la faena.
En la actualidad, para ganarnos la vida tenemos un pequeño rebaño de ovejas, un campo de manzanos para sidra, una huerta de producción ecológica, y además reservamos cuatro de las habitaciones del caserío a modo de alquiler rural. También estuvimos en negociaciones con el Gobierno Foral de Navarra para la restauración y puesta en marcha de la vieja taberna de Oreina, una bajera sin dueño que se encontraba en una especie de vacío legal. Me apena tener que confesar que fue imposible llegar a un acuerdo definitivo. Digamos que la partida entre el Gobierno Foral y nosotros ha quedado en tablas. Pero no nos damos por vencidos, así que más o menos de extranjis (esto que quede entre nosotros) hemos vuelto a poner en marcha la taberna.
Solo abrimos la taberna los fines de semana. Después de atender a las ovejas, hacia las diez de la mañana del sábado y del domingo, voy al pueblo, subo a través de cientos de escaleras acaracoladas hasta lo más alto del campanario de la iglesia, como si ascendiera al fanal de un faro marino, y toco la oxidada campana para anunciar la apertura de la taberna a los vecinos, excursionistas y peregrinos que de vez en cuando se pierden por aquí. Si un día venís por Oreina y escucháis la campana no lo dudéis, pasaos por nuestra taberna, quedáis invitados a un buen vino navarro, a una degustación de queso ecológico de oveja, a un platito de olivas... y a lo que surja.
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Antonio Machado escribió aquello de «se hace camino al andar». Yo creo que también se hacen las alas al volar. Volar... cómo han volado los años, la vida... Mis dos hijos ya van a la Universidad, el chico está a punto de terminar Historia del Arte en Pamplona y la chica estudia Magisterio en San Sebastián. Aunque tienen sus vidas propias, muchos fines de semana nos visitan en Oreina y nos siguen echando una mano. Yo creo (lo sé) que algún día mi hijo y mi hija también regresarán para quedarse.
En verano y por Navidad también viene mi hermana. Se trae a su pareja, a sus dos hijas y a nuestro padre –nuestro aita– que con sus ochenta años todavía es capaz de caminar sin bastón y de leer el periódico con unas simples gafas-lupa de farmacia. Por las tardes, cuando todos (mi padre, mi hermana, mi cuñado, mis dos sobrinas, mis hijos y mi compañera) están echando la siesta de verano, yo me escabullo a través de la escalera de troncos hasta el brumoso desván. Trepo a lo alto del viejo carro (por supuesto que no me olvidé de restaurar también el viejo carro y su barril de a bordo lleno de sueños), aspiro una buena bocanada de brisa dorada y ...
Dicen que nadar es como andar en bicicleta, que una vez que se aprende ya no se olvida. Puede que sea cierto, pero por si acaso, yo sigo practicando. Allá voy...
Ganador del II Concurso Repoblados
Muy bonito!!!.
ResponderEliminarBufff,Oreina es mas bonito que Macondo
ResponderEliminarBello cuento!
ResponderEliminarQué bonito, encima Oreina tiene un bello significado: ciervo.
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