15 de agosto de 2022

La memoria de cobre - Relato semifinalista del I Concurso de Despoblados


 

LA MEMORIA DE COBRE, por Carlos Rubio Garro

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde (…) Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. 
Juan Rulfo

Ahora miro hacia atrás buscando aquellas tardes, remuevo en mi memoria las hojas del silencio y encuentro solamente un bosque sepultado, deshecho por la niebla, y un pueblo abandonado por el que cruzan los recuerdos como espinos arrastrados por el viento.
Julio Llamazares



Inútil sepultar aquel aroma en mi olvido no oxidado. Incapaz de despojarme de ese sabor, empastado y gutural, que te dejaba la boca densa y mineral, como una bestia lenta y mugiente, como una fruta carmesí perenne a la altura de la yugular. Dulzor extraño y propio, como de nieve rojiza, brillante, tenuemente azucarada. Inconcebible no entrever aún ese color de tierra anaranjada en la pulpa de los caminos, desgajando arcaicas sendas. Imposible obviar ahora las aguas fluviales tintadas de bronce sin estaño que todavía, aminoradas, discurren.
 
Siempre fue así aquí. El viento ofrece un indiscutible aroma a cobre, deja un gusto de metal semiprecioso escalando plácidamente la garganta: masticas, sin aleación posible, un aire de caramelo ambarino. Siempre fue así. La tierra proyecta sus tonos cobreños como un espejo de arcilla para los pasos ya pasados. Siempre fue. El caudal del río muestra su pecho bronceado, su torrente de agua cobriza, sus espumas batiendo cobre antiguo. Siempre.

Ahora, después de tantos años, todo ese ambiente –azafranado y luciente– es el único superviviente de Ercilla de Éneo. Ocupa por entero la atmósfera perceptible de las cosas. Fue don Erasmo Presmanes –último maestro que ocupara nuestra humilde cátedra rural– quien diera a conocer a su reducido auditorio la toponimia de nuestro pueblo, la onomancia de esa aldea septentrional y de cromatismo tostado exclusivo. El escaso alumnado lo conformábamos apenas siete colegiales de diversas edades: desde algún cuasipárvulo hasta algún adolescente imberbe. Los siete escolares (Máximo, Juan Evangelista y su hermana Beni, Ciro, Alfonsina y su hermano Arquímedes, y yo) asistíamos al relato fundacional de Ercilla –como al del surgimiento de cualesquiera otra ciudad mítica– que don Erasmo dramatizaba con efecto de estupefacción entre los niños. Contaba que, allá por el siglo XVI, se dio este nombre al pueblo en honor a don Fortún García de Ercilla, consejero real de Carlos V, nacido en un mínimo burgo montañoso próximo a Bermeo y alzado bajo las escarpaduras del macizo de Sollube. Con el tiempo, los caseríos fueron proliferando y la aldea adquirió entidad propia, constituyendo Ercilla de Éneo. Don Erasmo –amante integral de la literatura y la matemática– hacía notar que Fortún García de Ercilla fue padre de Alonso de Ercilla, autor de La Araucana: el celebérrimo poema épico sobre la conquista de Chile. Me miraba, entonces, de una manera cómplice: yo también me llamo Alonso y me convertí en huérfano de padre al poco nacer (paralela orfandad a la vivida por Alonso de Ercilla). Los niños le suplicábamos, jaleando, cada cierto tiempo: “Don Erasmo, cuéntenos otra vez lo del bautismo de Ercilla de Éneo”. Don Erasmo entreveraba la narración con dosis permanentes de lección. Aprovechaba, por ejemplo, al referirse a La Araucana (escrita en octavas reales endecasílabas) para hablar de los tipos de metros y de estrofas literarias. Entrelazaba así autores y obras con una magia inexplicable (desde Juan Boscán hasta las recientes vanguardias). También, al glosar sobre versos endecasílabos, acudía a las matemáticas para darnos a conocer las propiedades de los números impares, primos o gemelos. “¡Explíquenos lo de Éneo otra vez, por favor, don Erasmo!”, (nuestro río lleva por nombre Éneo). A continuación, don Erasmo suspiraba, explicaba: “Éneo proviene del adjetivo latino aenus/aena/aenum y significa de bronce o cobre. De ahí que la Edad del Cobre se conozca como Eneolítico”. Entonces principiaba lecciones que versaban sobre cuestiones básicas del latín o sobre geografía esencial de la Tierra.
 
Nos fascinaba conocer que nuestro río tuviera inyectado el cobre en la entraña de su propia etimología. Las aguas cobreadas del Éneo debían su coloración –explicaba don Erasmo Presmanes– a diversos metales arrastrados o filtrados por las lluvias a su cauce. En el río se embocaban restos de hierro y cobre, y fracciones de minerales de azufre. Así, por oxidación o por sulfuración, acababan por dotarle de esa peculiar bronceadura rojiza. Según don Erasmo, el metal que imprimía el carácter definitivo a la coloración del Éneo (y, por extensión, a la población) era el auricalco.

Don Erasmo se placía en su labor docente. Nos aleccionaba en caminatas peripatéticas por los aledaños de Ercilla. Nos instruía con enseñanzas elementales sobre las más diversas materias: botánica, fauna o astronomía. Aprovechaba los elementos naturales (el bosque color bermejo o el firmamento broncíneamente azul de Ercilla) para plantearnos operaciones aritméticas o para que nos interrogáramos sobre el orden cósmico o la naturaleza humana. En los paseos de retorno al pueblo –entre aliagares y pinsapares que él mismo nos hacía identificar– tenía por costumbre narrarnos brevemente el argumento de alguna novela que pudiera captar nuestra atención. Tenía un alma imponente de cuentacuentos. Las más de las veces nos leía una o dos páginas de El camino, como deseando inocular en nosotros el amor a la patria chica, el arraigo a esta tierra enrojecida que crecía en y con nosotros, el enraizamiento natural de nuestro latido terreno. Nos prevenía sobre los conceptos difusos de progreso, libertad y voluntad, que fluctúan en el relato que protagoniza Daniel, el Mochuelo, porque esas dudas que atenazan a Daniel también acabarían por acecharnos, de un modo u otro, a nosotros. Debíamos estar preparados para elegir, porque, irremediablemente, ese instante nos llegaría, antes o después, a tenor de la era de la turbotemporalidad que empezábamos a percibir. El sentido pragmático de la existencia (la sugestiva ciudad, los estudios formativos, un trabajo por cuenta ajena, un estatus externo) podría ser atrayente, incluso necesario en ocasiones, pero no debía acallar –al menos por completo– la pulsión de la felicidad o el susurro del corazón: esa sede interna que conoce el amor y la dicha. Don Erasmo se afanaba en transmitir que sus ideas no eran un lugar común (como lo son los juicios inerciales que se emplean sin cuestionamiento, como si de fósiles se trataran). “Escuchad al corazón, aunque no os sometáis finalmente a él”, decía. En ocasiones, remataba su razonamiento con un adagio que a mí me costaba desentrañar: “Cor ad cor loquitur, muchachos: el corazón habla al corazón”. Tiempo después supe que la sentencia pertenecía a san Francisco de Sales. Tiempo después supe que no desenredé su significado a tiempo.

Pudiera afirmarse que los siete infantes que habitábamos Ercilla de Éneo éramos felices inmersos en esa inigualable ignorancia pueril. Compaginábamos nuestro aprendizaje escolar con el conocimiento y desarrollo (doméstico o vecinal) de las tareas aldeanas. Así fuimos todos, en mayor o menor medida, conociendo los entresijos y secretos de la siembra y la cosecha, dominando los tiempos pertinentes de la poda, experimentando la poética bucólica del pastoreo y del cuidado de las reses, del ordeño y de la matanza, desempeñando con destreza la utilería (aquí llamada broncería) y aperos de labranza. Nos enriquecía y nos divertía esa especie de mezcla sapiencial, atávica y lúdica del trabajo particular, pero con vocación de conjunto. Existía, de este modo, una especie de autarquía en Ercilla: el pueblo se abastecía a sí mismo con lo que sus habitantes artesanos producíamos.

En nuestro tiempo de recreo jugueteábamos en la plaza de San Prudencio, donde se erige la Iglesia de Santa Quiteria. Allí correteábamos o saltábamos a la rayuela que trazábamos con líneas acobradas, sutilmente amarillentas. En mil divertimentos se nos pasaban las tardes de atardeceres de ópalo naranja. El día de santa Quiteria mártir –22 de mayo– era hermoso ver redoblar las nueve campanas (bronce nativo) que ocupan los vanos abiertos de la espadaña. La mayor de ellas, Quiteria, remataba el campanil y el batir de su badajo era un estruendo de rojo agudizado. Las otras ocho –de tamaño sustancialmente menor al de la principal y alineadas por pares bajo esta– representaban a las ocho hermanas mártires de santa Quiteria (Librada, Marina, Victoria, Germana, Eufemia, Marciana, Genibera y Basilia) y los tañidos provocados por sus espigas semejaba un eco coral de metálico rubí sonoro. Después del repicar, cuya duración era de nueve minutos, el pueblo se sumergía en una celebración que se extendía hasta medianoche. Todos los habitantes participaban en los festejos que consistían, fundamentalmente, en una cena con las más exquisitas viandas locales y los vinos y licores de la mínima producción autóctona. Tras la cena, los vecinos más viejos narraban o cantaban historias legendarias ambientadas en Ercilla o en las regiones limítrofes. Cuajaban sus declamaciones fabulosas de detallismo lírico. Don Erasmo nos revelaba que ese proceder poético era el espejo perfectísimo del mester de juglaría medieval.

Llegó un día –como un disparo por sorpresa, pero aguardado–, cuando los niños empezábamos a no serlo tanto, que el éxodo se despertó en Ercilla. Era un sentir secreto que todos los habitantes guardaban por no admitir la vergüenza de una huida sospechada y sopesada: nadie hablaba de ello hasta el día antes de una fuga sigilosa, de un abandono con ciertas salpicaduras de deshonra sentimental. Estábamos acostumbrados
–desde mayo del 37– a sospechar que algo no existía si no se hablaba de ello: así que no tuvo que existir, entonces, la Batalla de Sollube. Las resonancias de la ciudad llegaban como unas ondas sonoras subyugantes. El eco seductor de su promesa de bienestar semejaba un estupefaciente necesario para la dicha. El susurro cautivador de su garantía de comodidad se veía como una certeza de un descanso entrevisto. La televisión, el coche utilitario, la lavadora, los comercios, la moda y el incipiente Welfare State que se imponía se presentaban como una tentación para un paraíso efectivo y palpable.

Poco a poco fueron partiendo las familias. Por lo que hoy sospecho, nadie escuchó al corazón; quizás ni tan siquiera le habló. A los niños nadie nos preguntó. Tal vez encontrarían en nosotros la verdad del ruido furioso de su (in)consciencia: esa sensación de ultraje a la sangre. Primero abandonaron la familia de Máximo y la de Juan Evangelista y su hermana Beni. Al año siguiente partimos la familia de Ciro y mi madre Leonarda y yo. Nuestra marcha provocó que don Erasmo Presmanes fuera removido de su puesto de docente rural en Ercilla e impartió clases en poblaciones más populosas. No me atreveré nunca a rememorar nuestra despedida, aunque, de vez en cuando, se infiltra, turbándome de una pena como de cobre, entre sueños, aquel beso en la frente y aquel abrazo centrífugo. Quedaron allí (por pocos años) la parentela de Alfonsina y su hermano Arquímedes, como también persistieron los pocos linajes sin descendencia.

Mi madre y yo marchamos a Valladolid, donde ella aún conservaba remotos lazos de consanguineidad. Pude estudiar Letras. Don Erasmo siempre fomentó mis capacidades literarias, porque vislumbraba en mí talento e intelecto. A veces, rememoro –con cierto humor– cómo don Erasmo, infructuosamente, trataba de alimentar (por razones nominales, claro) el amor por las matemáticas en la mente del niño Arquímedes.

Llegamos a Valladolid apenas con lo puesto y con la escasa moneda (que en Ercilla llamábamos cuproníquel) obtenida por la venta indiscriminada, casi insensible y desvergonzada, de lo que no pudimos portear desde el pueblo. Los primeros años nos sustentábamos con los trabajos –deprimentes y mal pagados–que mi madre Leonarda soportaba con dignidad, ahorrando lo posible para costear mis futuros estudios. Finalmente, me matriculé en la Facultad de Letras, ávido de aprendizaje y dispuesto para labrar los surcos de mi futuro en la metrópoli. Todo se fue al traste cuando Leonarda, mi madre, fue diagnosticada de artritis reumatoide deformante severa. En pocos meses la enfermedad la invalidó para cualquier ocupación laboral: apenas sí podía ocuparse de los quehaceres domésticos. Tuve que abandonar –entre la desolación de ambos– la universidad.

Salimos adelante con aquella nube –aquel racimo, difuso ahora– de empleos precarios que encontraba. A los pocos años me coloqué en una factoría moderna (metalurgia ni tan siquiera del cobre) y la estabilidad entró en nuestras vidas. Ese equilibrio fabril y urbano (esa sensación civil y a plazos, extravagante para mí) nos ha proporcionado un ramillete de placeres flamantes: vehículo, lavadora superautomática, televisión a color, teléfono, sofás confortables, calefacción e, incluso, una computadora IBM. He conocido el bienestar y la comodidad. Algo que, quizá, algún día identifiqué con la prosperidad mientras me engañaba (a sabiendas y consciente) mirando hacia otro lado, como exigiendo de soslayo ese espejismo burlón que suponía nuestro hipotético derecho a la felicidad. Hoy, aquí, sé (siempre supe) que todo eso me costó darme de bruces con realidades y conceptos desconocidos en Ercilla: el individualismo, los fantasmas de humo expulsados por escapes de motor, las luces y las sirenas, la deshumanización, las viviendas como colmenares y sin miel, el presidio del tiempo y su velocidad, el miedo como mecanismo de subsistencia o la alienación del ser. No es necesario continuar: tú que me estás leyendo, sabes de qué te hablo (aunque te mientas, aunque no sepas que te mientes).

Hoy –en este mínimo día de invierno rojo medio herrumbroso– vuelvo a Ercilla de Éneo con las cenizas de mi madre. Debo propagarlas por la corriente del río que fluye su ligera espuma de cobre, según fue su deseo. Aquí no queda nadie hace años. El pueblo está enfermo y agoniza. Lo hemos dejado morir sin el menor juicio de culpabilidad: el vasallaje a la Modernidad tiene escasa conciencia.

Pueblo infectado. Pueblo doliente. Pueblo moribundo. Contemplo, a lo lejos, en la sierra de alcores altos, los pocos neveros resistentes como un vitíligo blancuzco y rosicler. Sospecho, en las lomas inclinadas, los bosques febriles que exhiben sus musgos desencarnados y sus líquenes rojos desoxidados como un herpes multiplicado. Percibo bajo mis pies esa tierra rota, anfractuosa, como una lepra débil, como una escarlatina incurable que deshace la piel de los caminos. Observo cómo ese sol –fantasmagórico, ocre y pajizo– alumbra sin deshacer esa niebla amarilla que contamina de ictericia el aire. Aquí, bajo mis párpados, miro las escorrentías del Éneo desecadas: apenas la gingivitis de una encía sin colmillo que sangra y embalsa una especie de baba roja, pastosa y estancada. Busco, río abajo, antiguos rabiones donde el agua discurre más caudalosa. Vierto las cenizas. Veo a mi madre ale(j)arse con los metales. 
 
Ya es cobre, su memoria.

Post scriptum: El albacea de don Erasmo Presmanes logró hallarme en Valladolid, hace pocos años (1989, creo). Mi antiguo maestro me legaba una carta hológrafa y una porción sustancial de su biblioteca. Me exhortaba, en el contenido de su escrito testamentario, a escribir la memoria del pueblo –su memoria de cobre– antes de su desaparición. Remataba las líneas de la carta con aquel brocardo latino que él mismo se esmeraba en transmitir durante nuestra etapa escolar: Quod non est in actis, non est in mundo. Algo que él traducía como: “lo que no está escrito, no existe en el mundo”. Mañana comenzaré una crónica pormenorizada. Ahora sonrío al pensar cómo reiría don Erasmo si supiera que destapé su truco final. Leyendo el Critias de Platón, descubrí que el auricalco no es más que un metal mitológico. Un metal que dio sentido a nuestras fábulas infantiles tan cobreadas. 
 
 
 
 
 
 

2 comentarios:

  1. La evocación de un paisaje de la infancia y de un maestro entrañable es la sustancia narrativa de La memoria de cobre, un relato cuyo atributo más obvio y valioso descansa sobre un lirismo envolvente. Nos ha encantado la historia.

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