15 de agosto de 2022

Mi pueblo - Relato ganador del I Concurso de Despoblados

 


MI PUEBLO, por Ana María Sánchez Ruiz

El pueblo para Nico. El futuro incierto.

Mi pueblo tiene un castillo con una torre que llega hasta el cielo. Mesi, Luka, Tomás y yo trepamos a lo alto, usando superpoderes. Con unas tablas que tenía mi abuelo Frutos, hemos construido un puente levadizo entre las rocas del castillo y la torre. Desde arriba, uno vigila mientras los demás buscamos los tesoros. Se ve todo: la iglesia, la escuela nueva, el caño, las casas... También el río del abuelo. Si pongo ojos de chino, hasta veo el pueblo grande, donde estaba mi otra escuela.

Es un castillo mágico. Una vez encontramos unos cómics amarillentos del Capitán Trueno. Otra, un estuche con lápices para pintar. Hasta un juego de madera. Mi abuelo dice que es una peonza. Hemos hecho un pacto de sangre, como los superhéroes. Siempre estaremos los cuatro juntos, hasta el fin.

El pueblo para Luisa. El presente.

Mi pueblo tiene el consultorio médico que atiendo yo, un colmado, la cantina y, ¡por fin!, han abierto la antigua escuela, donde llevo a mi hijo Nico. Todas las mañanas recorren las calles Maxi, el lechero, y Fuencis, la hija de Luis el panadero, anunciándose con las bocinas de sus camionetas. Cada quince días se acerca Toni, el chico de la Caja Rural, por si necesitamos algo de bancos. Con eso nos vamos apañando. Si queremos algo más tenemos el pueblo grande, como le llama Nico, a ochenta kilómetros, o la ciudad, a poco más de cien. Siempre habrá algún vecino dispuesto a acercarte o a hacerte el recado. 

Suelo divagar sobre las razones que me impulsaron a volver aquí, al pasado, a mi niñez, a este refugio de mis recuerdos remotos; que se me antojaba ya pequeño, aislado, con sus calles devastadas y sus campos yermos. Un resquicio de lo que era, despoblado y avanzando inexorablemente hacia la ruina.

Desde luego, un empujón fue la soledad de papá, cuando mamá nos dejó. Soledad de pueblo. Y su arraigo enfermizo a esto. Ni Pili, ni yo logramos que se instalara con nosotras en la ciudad. ¡Me vais a quitar lo único que me queda!, se lamentaba. De todos los hermanos, yo fui la única que mantuve contacto regular con el pueblo, tras emigrar para buscar nuestro hueco en la vida. Quizá porque este lugar era mi destino, ¡esa fuerza incontrolable!

Fue cuando Nico tenía cuatro años. Me sentía cada vez un poco más ajena a mi propia vida. Una soledad, extraña e intempestiva, comenzó a abrirse paso. Soledad, ésta, de ciudad. Aislada, entre miles de almas. Dejé a Juan atrás. Él estaba acoplado a la vida que habíamos ido tejiendo juntos: las prisas, los ruidos, el anonimato, el progreso, el dúplex en el centro, el partido, la cena en casa del jefe... Yo, sin embargo, me vi atrapada en un proceso inquietante. No sé qué pesó más: si papá, si el estrés en las urgencias del hospital o si imaginar la infancia de Nico rodeada de cemento. También estaba esa distancia que se iba abriendo paso entre Juan y yo, impuesta por ese tipo de vida a cámara rápida. Tal vez, simplemente fue la soga invisible que ata a uno a sus raíces.

Nunca me he arrepentido del cambio de rumbo. Hubo mucha incertidumbre, eso sí, al comienzo. Juan me apoyaba. No se trataba de separarnos, ni mucho menos, sino de que yo ordenara mi cabecita. Pensó que sería algo pasajero y que a Nico no le vendría mal pasar su niñez en un entorno rural. Venía los fines de semana. Al partir, dejaba otro tipo de soledad, la soledad del pueblo, la que yo había visto antes en papá, la de no estar rodeado de almas. Quedábamos Nico y yo en una suerte de desamparo, en el maldito abandono, de todos y de todo. Afortunadamente, duró poco ese periodo.

Me ayudó ver a mi hijo tan bien. Lo genial que se ha adaptado a la pequeña escuela del pueblo, cuando logramos que se reinaugurara para unos pocos niños de distintas edades. Enseguida encontró en Tomás, Jose y Bernardo la referencia del hermano mayor que no tiene. ¡Son inseparables! Todo el día haciendo trastadas. Solo le sacan dos años, que a esas edades es un mundo. Pero han congeniado de maravilla. Son buenos chicos. Bernardo y Jose se han criado unos años en Barcelona y Madrid. Ser de la capital, les confiere un halo de superioridad, cierta chulería infantil. En especial en lo que concierne al fútbol, con esos motes que se han puesto: Mesi y Luka. Eso sí que llega a todos lados: el fútbol. Pasan el día en el castillo. ¡Prefiero saberlos ahí, aunque se caiga a trozos la ruinosa torre, a que estén en un parque gris en la ciudad, donde acechan otra clase de peligros!

Y, por supuesto, me encantó ver a papá rejuvenecer con la presencia de Nico. Se mimetizan. Lo lleva a la escuela, al caño, a ver a don Custodio y al río. Se enredan en charlas eternas. ¡Vete a saber qué se cuentan! ¡Qué grandes secretos! El niño lo admira. Está convencido de que su abuelo Frutos es mágico. Lo atiende obnubilado.

Y, en fin, algo muy gratificante para mí: ¡Volví a sentirme dueña de mi vida! A no percibirme como un número, un percentil en una estadística de población. Aquí soy Luisa, la doctora del consultorio, que da cobertura a varios pueblos. Y la maestra es Consuelo, le gusta la ópera, tiene tres hijos. Maxi y Fuencis dan un garbeo por el río cada domingo, después de los repartos de leche y pan. Juana atiende el colmado reabierto en los cuarenta, tras la Guerra. Es viuda y parlotea sin cesar mientras te abastece. Ah, ¡y don Custodio!, el párroco del pueblo grande, que se acerca algunas tardes a dar la misa de siete. Adora la fotografía. Aquí todos somos, contamos, aportamos, nos necesitamos y nos cuidamos.

El pueblo para Juan. El presente.

El pueblo de mi mujer tiene todo lo que necesito para que sea mi hogar. Ha tenido que llegar un virus fulminante, para que unos cuantos urbanitas hayamos tomado consciencia de otra pandemia casi peor: la soledad de la ciudad, que es bien taimada. Tomé la determinación de quedarme en el pueblo tras el encierro forzoso allí, con mi familia. Fue un periodo revelador. El monstruo invisible, como le llama Nico al bicho, nos arrebató la libertad más de dos meses. A mí me la devolvió para el resto de mis días.

Yo, y mi gran reputación de ejecutivo informático, dedicado en cuerpo y alma a las multinacionales, ¿recluirme entre cuatro piedras mugrientas en un rincón de España? ¿Limitar mis contactos a los cien escasos habitantes? ¿Qué cien? ¡En el mejor de los casos, veinte o treinta! El resto se salen de mi elenco: tienen más de ochenta años, salvo un reducido grupo de críos. ¿Prescindir del partido de fútbol de los jueves, de las exposiciones fotográficas, del bullicio, del anonimato? Ciertamente, el que llegó a confinarse por unas semanas junto a su mujer, su crío y su suegro era una versión antigua de mí. Un software desfasado.

¿Qué cambió? Todo. Que, a estas alturas de mi vida, por primera vez experimenté, con verdadera intensidad, paz. Y en esa inmensa paz, viene a descubrir a qué saben de verdad la leche y el pan: justo como impregnan las mañanas con su olor, ¡a vaca y a harina recién horneada! Que el cielo es inmenso, y en él vuelan nuestros sueños junto a estrellas que ahora sí veo. Que el campo huele a tierra mojada y a hierba segada. Que cada persona es… esa persona, única e imprescindible. Que el curilla, don Custodio, es un cultureta y está muy comprometido. Somos su rebaño. Tiene una colección alucinante de fotografías antiguas del pueblo. Que la fibra óptica funciona de miedo, después de arduas gestiones. Que el teletrabajo da calidad de vida. Bueno, y que mi mujer, Luisa, es pistonuda, lo estaba olvidando. Que quiero que Nico crezca feliz, seguro y con principios, en este entorno. Ah, y que el viejito, Frutos, mi suegro, es la caña. Luce esa pátina de sapiencia que sólo dan los años. Con cariño, pura gramática parda. Ningún modelo de predicción meteorológica clavaría con tal exactitud lluvias, sequías, sus helazos, sus abrigunas o sus gallegos. El hombre se chupa un dedo, lo levanta, y ahí lo tiene. ¿Sigo? En fin, que aquí hay mucho por hacer. Quiero darle vida a esto, un futuro. Manda narices, con cincuenta tacos que cargo a mis espaldas, que tenga que venir un virus para emocionarme así con la vida. ¡Si es que nos hacía falta bajar el pistón!

Ahora es mi pueblo, donde radica mi hogar, mi proyecto. Siempre digo que mi pueblo me ha adoptado, porque yo soy uno de esos huérfanos de pueblo. Sufre despoblación, como muchos otros, y me he propuesto dar la batalla a ese cáncer. Me he documentado sobre esta…, digamos… calamidad; que desde los años cincuenta va marchitando y lastrando parajes ancestrales como éste, por toda la geografía de España. Hasta los sumergen en pantanos. El problema es, usando una expresión coloquial, la pescadilla que se muerde la cola: como no hay niños, no se abren escuelas; al no haber colegios, no vienen familias con críos. Como el ocio es limitadísimo, no hay gente; al no haber público, pues cero ocio. No hay empresas, por lo que nada de invertir en infraestructuras y comunicaciones; al ser éstas deficitarias, el negocio no llega… Así todo.

Pues me he asociado con una panda de quijotes, como yo. Llevamos unos años peleando contra el mundo, contra las administraciones básicamente, para revertir la situación. Pasito a pasito, hemos conseguido que mi pueblo tenga escuela, consultorio, cantina, un centro cultural y, lo más importante, insisto: una conexión de internet bestial, aportación del menda, que nos va poner en el mundo. Vamos, de momento tenemos lo básico para que sea habitable. Pero, por mis castas, que no pararemos.


El pueblo para Frutos. El pasado.

Mi pueblo, hasta que mi Luisa volvió, se había reducido a poco más que la iglesia y el cementerio. Durante años fueron los únicos lugares que frecuentaba, además del caño y, siempre, mi río. Estábamos cada vez más solos, un puñado de carcamales amurriados. Cuando niño, había una escuela, un consultorio, una ferretería, el zapatero, una panadería, una lechería… Estaban las tierras de cultivo, las granjas de bestias y el molino. Todo resistió a la Guerra. En aquel entonces, ¡vaya si vimos la cigüeña negra!. Pero la verdadera muerte, aquí, la trajo otro mal: eso que llaman industrialización. Cerró las ventanas del pueblo. Progreso para unos, miseria para otros.

Tras dejarnos mi Carmen, que descansó al fin en paz, no quise marchar a la ciudad con mis hijas. Ni siquiera con la Luisa, eso que es médico. Dale que te pego, ella y la Pili, que tenía que irme con sus familias a la ciudad. ¡A llevarme a mata caballo! Me vais a quitar lo que me queda, les decía. Fuera del pueblo no me avío. Porque a un viejo como yo, lo que le queda es su pasado, lo que ha sido su vida y, si se lo quitan, lo fulminan. Mi pasado es este pueblo. Los ancianos ya poco podemos construir. Eso lo dejamos para los que vienen detrás. Para ser útiles necesitamos nutrirnos de savia nueva. Y necesitamos, también, transmitirles nuestras vivencias, nuestro conocimiento y nuestros valores a los más jóvenes; para que todo cobre sentido. Si no fluyen de generación en generación, desaparecen.

Cuando llevo al nieto al río, a orearnos, le explico. Mira majo, le digo, ¿ves cómo corre el agua? Le cuento que, junto a nuestros reflejos chispeantes, brillan los de los antepasados, el de mi Carmen, los de mis hijos, y todos los de quienes han sido de este río. Que las generaciones fluyen conectándose, transmitiéndose lo que necesitan unas de otras. Como este raudal en primavera, con sus peces, sus algas y sus cantos rodados. El chavalín me mira asombrado. Dice que soy mágico, que él no ve nada en el río. No comprende, pero ya lo hará. Es un lebrel. Un terreno fértil, estoy echando simiente. Le transmito, vuelco todo lo que tengo en él. ¡Hasta versos de antaño…, le recita este viejo, que está como una chota!

Pos eso: para que todo fluya, me quedé yo aquí. Dejo los tesoros en el castillo. Llevo al nene al río, donde estamos solos y me escucha. Tengo a la familia unida. Todo ha mejorado con la llegada de ellos. Ahora hay de todo en mi pueblo. Hasta una asociación, ha montado mi yerno, tan apasionado él. Y una cosa que se llama internet, ¡que eso sí que es magia! Soy feliz con ellos. Mi pueblo tiene pasado, presente y, por fin, futuro. Noto que fluyen, como el río.


El pueblo para Nico. El futuro cierto.

Aún sigo creyendo en la magia de abuelo Frutos, y mira que tengo ya mis años. Logró arraigarnos en nuestro pueblo. A mí, con los paseos al río, las anécdotas, los poemas y los tesoros del castillo. Bernardo, Jose -que ya no usan sus motes-, Tomás y yo prometimos volver tras los estudios en la ciudad. Lo hicimos. Cumplimos el pacto de sangre. En cierto modo, seguimos siendo superhéroes usando superpoderes. Continuamos la labor de la asociación de papá, y conseguimos atraer un cluster de videojuegos al pueblo grande, lo que ha generado inversiones y capital humano en mi pueblo. Somos, además, un referente en turismo ecológico y sostenible. Salvamos de la ruina las casas, la plaza y la iglesia. Hemos dejado intacta la torre y el castillo, que pertenecerán siempre a los niños del pueblo. Hoy es mi padre quien esconde tesoros a mi hija, la lleva al río, y le explica que pasado, presente y futuro deben interactuar. Ahora comprendo al abuelo, cuando entonaba sus versos, mirando a nuestro pueblo: “Castilla, toma el presente en ti viejos colores del noble antaño”.
 
 
 
 
 
 

3 comentarios:

  1. Cuando era pequeño, un amigo me contaba sus peripecias en un pueblo en el que veraneaba. Siempre me impresionó EL RÍO, será porque hasta bien mayor no vi uno.
    Si bien nací en una ciudad relativamente grande, los veranos los pase siempre en el campo. Ello significa que crecí entre frutales, perros, vacas, ovejas, cerdos, conejos.
    La pena es que la gente no conozca mas esa vida.
    En mi adolescencia fui a la universidad, trabajé en empresas, hoy soy Agricultor de tercera generación, y ya la cuarta me ayuda.
    Este relato me ha recordado pasajes de mi vida.

    Felicidades Ana, por tu relato.

    Espero al próximo.

    Un abrazo
    Chaquito

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  2. Jo, Ana, precioso... Y si además te dijo que estoy de vacaciones en esa España vaciada...
    He estado y estoy en tres pueblos.. El primer pueblo, en La Rioja, con 5 habitantes en invierno y más de 100 para las fiestas en verano. Había más de 20 niños de todas las edades y todos iban juntos a todos lados. Jugaban, reían, preparaban las fiestas...
    La cantina del pueblo la abren sólo en verano y se tiene que hacer cargo alguien del pueblo.
    Mis hijos lo pasaron tan bien allí que quieren volver el año que viene, y la mayor tiene 15 años!
    El segundo pueblo, en Burgos, lo hemos dejado hoy... Este tiene alrededor de 20 habitantes pero no hay niños o muy pocos en verano. Una pena, mis hijos no se han relacionado aunque les ha encantado visitar la región. Hemos estado por varios pueblos y parece que puede pasar lo mismo que lo del primero, que en verano los amigos del pasado se reencuentran y con ellos llevan a las nuevas generaciones.
    Y ahora estamos en el tercer pueblo, en la zona del Bierzo. Es un pueblo con muchas casas rurales y el bar sólo abre en fiestas, una pena. El sitio es espectacular aunque me parece que sin niños, por lo menos hoy... Ya iremos viendo.

    El relato me ha llevado a todos los pueblos que he visitado en este viaje... Vacíos pero a la vez... Se oyen voces, se oyen niños, no en todos, pero merece la pena.
    Y me ha hecho sentir nostalgia. Nostalgia de esa niñez no vivida porque yo, no tengo "pueblo".

    Un beso enorme y gracias!
    Tatiana

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  3. Enhorabuena Ana, has conseguido que imaginara a cada uno de los personajes y lugares descritos;
    y finalmente emocionarme. Te animo a seguir escribiendo para poder seguir disfrutándolo.

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Gracias por tu comentario