(publicado por Mariano Puentedura Morales
parcialmente bajo el título "Vino y tradición en Alcozar, Soria", en la Semana Vitivinícola, nº 2729, 28-11-1998)
Lo que voy a describir a continuación se refiere a las labores agrícolas que se practicaban y los aperos que se empleaban hace aproximadamente treinta y dos años, en Alcozar, un pueblo de Soria.
En aquellos tiempos labrábamos con yunta, es decir, con una pareja de machos. La primera labor que se hacía en las tierras se llamaba alzar, y se llevaba a cabo a partir del veinte de marzo.
Unas veces labrábamos con arado de vertedera, que estaba hecho casi todo de hierro, y se volteaba para un lado y otro. Este arado sólo tenía de madera el timón y, en las manillas o agarradero, dos trocitos para no hacerse daño en las manos al dirigirlo.
Otras fincas se labraban con arado romano. Éste era casi todo de madera, y se componía: de timón (a ser posible de sauce); cama de encina (un poco curvada); dental también de encina (con un encaje donde se colocaba la reja); la reja de hierro; las orejeras de madera de encina y de unos treinta centímetros de largas (que iban una a cada lado del dental); las ahítas (unos trocitos de hierro): la primera, de unos siete u ocho centímetros, se sujetaba al dental, y otras cuatro o cinco iban en cada una de las orejeras, asomaban un poco de la madera con el fin de arrancar toda la maleza que encontrasen en la tierra (especialmente cardos). El arado también llevaba la esteva, con un agarradero a la altura de la pierna del agricultor donde se afianzaba éste para tratar de sacar los surcos lo más recto posible y, al mismo tiempo, servía de alivio para poder aguantar la paliza que suponía el arar de sol a sol.
En total, el arado se componía de las piezas anteriormente citadas: timón, cama, dental, orejeras, esteva, reja telera, ahítas y velortas.
El timón llevaba en la punta cinco agujeros para poner la "lavija", una especie de clavija de hierro con una anilla en uno de los extremos para que no se colara por el orificio. El timón iba metido en un barzón, que es una como a modo de herradura grande y de madera que se ataba al ubio con una correa que se llamaba coyunda.
Los machos llevaban una collera de "material" (badana). El ubio (yugo) se encajaba en la collera de los dos machos para que éstos fueran aunidos y, tirando del arado a un mismo tiempo, sumaran sus fuerzas.
Después de la alza, se procedía a la bina. Consistía esta segunda labor en dar otra vuelta a las tierras, y se había se madrugar mucho. Nos levantábamos a las dos o las tres de la mañana y, después de cuidar a los machos, salíamos hacia el trabajo a las cuatro o las cinco, dependiendo de la mayor o menor lejanía del paraje al que debíamos ir a binar. Se trabajaba hora tras hora hasta la una del mediodía, dejándolo sólo para almorzar y para echar algún trago de vino. Por la tarde no se solía binar, pues, por una parte, había que dejar descansar a los machos de la dura labor de la mañana y, por otra, se aprovechaban esas horas para cuidar la poca hortaliza que se sembraba entonces: generalmente remolacha, patatas y judías.
El refrán decía -y todavía hoy dice- "bina bien o bina mal, bina en San Juan", ya que estas fechas -24 de junio- son las propicias para llevar a cabo esta labor.
La siega la empezábamos algunos años también por San Juan. Se comenzaba por lo que se llamaba la cebada caballar, que recibía este nombre porque se sembraba precisamente para mantener a los machos.
Si venía la cosecha de cebada algo temprana, se dejaba de segar durante una semana hasta que el centeno y el trigo estaban bien granados. Después ya no se dejaba esta tarea hasta acabarla por completo. Se segaba de cinco de la mañana a once de la noche y muchos días se comía en el campo a la sombra de algún enebro, roble o encina, o bien en algún corral de ovejas si éstos quedaban cerca.
Se segaba a hoz y participaba toda la familia. Sólo los niños más pequeños se quedaban en el pueblo con alguna abuela.
Se iban cogiendo manojos de mies con la mano izquierda, en la que nos colocábamos una zoqueta (especie de manopla de madera) para evitar los cortes de la hoz. Estos manojos se depositaban después en el suelo para ir formando el haz, que se ataba con un atadero de paja de centeno del año anterior. Cuando se habían hecho ya bastantes haces, se colocaban en las lindes de la tierra unos encima de otros, formando lo que se llamaba una mostela, y dejándolos allí hasta que comenzaba el acarreo.
Aunque las moragas se hacían en las eras, voy a explicar ahora en qué consistían, pues de ellas se sacaban los ataderos de los haces. La labor se denominaba sacar encañadura. Se cogían manojos de centeno. Se golpeaban las espigas sobre un banco de madera para que cayera el grano. Se igualaban los manojos cogiéndolos por la cabeza y se iban juntando hasta que se formaba la moraga, que se ataba por arriba y por abajo. Estas moragas se guardaban hasta el año siguiente. Llegada la siega, se recalaba en agua para que no se rompiera la paja. Se cogían dos manojillos. Se colocaban con las espigas encaradas y se unían con un nudo cerca de las cabezas y quedaba hecho el atadero. Normalmente se ataban en manojos de una carga, es decir, de doce en doce, hasta que quedaban recogidos todos los haces de una finca.
Si duro era el segar, lo era todavía más el acarrear. Se acarreaba generalmente con carro, aunque a veces también se empleaba algún burro o macho. Había que mover cada uno de los haces como mínimos cuatro veces hasta que quedaba apilado en la hacina de la era. Cuando íbamos de vacío, es decir, de casa a la tierra, estábamos tan cansados que más de cuatro veces nos quedábamos medio dormidos y corríamos el peligro de volcar. Menos mal que los machos conocían el camino y nuestro sueño era ligero pues, de lo contrario, hubiera ocurrido más de una desgracia.
Carro antiguo. Vellosillo 2010
A continuación venía la trilla. Por la mañana, de nueve a diez, se echaba la parva. Consistía este trabajo en tirar los haces de la hacina hasta cubrir toda la era. Generalmente se empleaban entre diez y doce cargas, es decir, un total de ciento veinte o ciento cuarenta haces. Después se esbalagaban o extendían con una horca de dos o cuatro dedos (o gajos). Mientras tanto, los machos iban comiendo de la mies, o sea que almorzaban. Seguidamente se enganchaban los machos al trillo por medio de un cañizo o timón, y... ¡a dar vueltas todo el santo día por la era!
El trillo era de madera bastante fuerte, de metro y medio de lago por metro treinta de ancho, aunque los había también un poco más grandes y un poco más pequeños. Llevaban los trillos muchas piedras clavadas en la madera y, la mayoría, también unas sierras y cuatro ruedecillas. El misterio de estas ruedas pequeñas era que, si se salía el trillo de la parva en un descuido, no pegasen las piedras en el suelo.
Cada hora y media se solía tornar la parva, pues, al ahuecarla, el trillo molía más y mejor. Para ello se utilizaban las horcas anteriormente mencionadas.
Por la tarde se colocaban unas tornadoras en el trillo. Eran unas barras de hierro curvadas y acopladas a unos enganches que llevaba el trillo en la parte de atrás. Las tornadoras llevaban una ruedecilla en la parte de abajo con el fin de que no se rayase la era. Aquellos que no tenían tornadoras, lo hacían con unas palas de madera de una sola pieza.
Al ponerse el sol, o cuando estaba molida la parva, se recogía con una rastra. La rastra era una tabla acoplada a un timón o simplemente un palo ancho agarrado con una soga a uno y otro lado y enganchado al ubio. Encima de la rastra o palo se colocaban de pie dos o tres personas para hacer peso y poder recoger la parva lo más rápido posible. Otras personas iban detrás con rastros y rastrillos hasta que la era quedaba bien limpia y la parva amontonada en el centro.
El rastro era una tabla de unos cuarenta o cincuenta centímetros de ancha por veinte de alta, con un agujero en el medio para colocar un mango de metro y medio de largo.
La parva se amontonaba todo los mejor posible para que, si llovía, no se calase el grano.
A continuación venía el beldar o abeldar. Esto se hacía bien con máquina o, el que no la tenía, con bieldo de madera de cinco o seis gajos. En el primer caso había que esperar a cuando haría aire. Beldar con máquina también suponía un trabajo duro, pero no se dependía de si soplaba aire o no. Se necesitaban como mínimo tres personas: una para dar a la manivela de la máquina; otro para ir echando la mies; y un tercero para retirar la paja, el grano y las granzas. Cada una de estas tres cosas hacía ella misma su apartamiento.
Máquina de abeldar. Vellosillo. 2010
Me decía en una conversación Valentín Romero Rejas, que estuvo de criado en Cenegro, que después de las poquísimas horas que dormía, se pasaba todo el día dando vueltas a la manivela de la abeldadora y que, desde que la cogía hasta por la noche, igual daba, como mínimo, dos millones de vueltas.
Después salieron unos motorcillos que nos evitaron este duro trabajo de dar vueltas y más vueltas.
A continuación había que cribar el grano. Para ello se cambiaban las cribas de la máquina por otras de red más estrecha para dejarlo lo más limpio posible. Después se cogía una media de madera con su tasa correspondiente -quiero decir que tenían que caber los 21'750 kilos- y se iban llenando los sacos.
Hay que admirar lo valientes y fuertes que eran nuestros antepasados, pues echaban cinco medias en cada saco o talega -que eran de lana de oveja hilada a mano y solían pesar entre 108 y 110 kilos- y después se las cargaban al hombro para colocarlas en los carros o subirlas a las cámaras de las casas.
El trabajo de las eras era muy cansado, de modo que quien más y quien menos estaba deseando que llegase el día de trillar las granzas.
No faltará quién se pregunte qué son las granzas. Pues bien, las granzas eran el cereal que salía por uno de los tres departamentos de la máquina abeldadora (los otros dos eran: uno el de la paja y otro el del grano) y consistía en una mezcla de cereal con alguna pequeña piedra, trozos de espiga mal trillados y troncos u hojas de plantas o hierbas secas.
Cuando las granzas se beldaban a mano, eran las mujeres -¡pobres de ellas!- las que se encargaban de cribarlas.
Con las granzas, algunas aristas de alubia y cuatro berzas, se alimentaban las ovejas durante todo el invierno.
Después se barría la era en espera de que saliesen las quitameriendas, que eran unas florecillas azuladas, y, desde ese momento, cuando un chico o chica llegaban a casa a pedir la merienda por la tarde, su madre o su abuela le contestaban que no podía ser, porque ya habían salido las quitameriendas en las eras.
En acabando de eras, se casaban los jóvenes que ya estaban comprometidos; se iba a lavar la río -al paraje conocido como el Rincón del Soto- y los chicos, que habían bajado al río con sus madres, aprovechaban para coger y comer moras de las zarzas.
También se comenzaba de nuevo a guardar las fiestas, pues durante la recolección se trabajaba incluso los domingos para evitar que algún pedrisco malhadase las cosechas. Y, hacia el día de la Virgen -8 de septiembre- se iba a ver las viñas.
Ahora han cambiado mucho las cosas. La tecnología ha adelantado. Antes, en Alcozar, éramos unos 330 agricultores, todos con pequeñas propiedades (unos con otros podíamos salir a cinco o seis hectáreas) y nos pasábamos más de dos meses todas las familias liadas para recoger la cosecha. Este trabajo lo hace en la actualidad una cosechadora en dos horas y media.
Durante el verano, un viñadero cuidaba que ninguna persona ni ningún perro entrasen en el viñedo. Pero llegadas las fechas de septiembre que se indican más arriba, y generalmente coincidiendo con el día de la Virgen o con un domingo -según pintase el año- se tocaba una campana a primera hora de la tarde y cada familia recorría sus viñas para ver si la uva ya estaba madura. Se solía llevar un cestillo para traer unas cuantos racimos a casa, pues, desde ese día, y hasta que no se decidía el de comienzo de la vendimia, se volvía a vedar la entrada en los viñedos tanto propios como ajenos.
Pero el progreso, aunque bueno, también tiene sus pegas, y no son pocas. Yo creo que antes, en Alcozar, había menos egoísmo y más colaboración. Ahora, por ejemplo, cada cual va a lo suyo y no se preocupa por los demás, mientras que antaño, por poner un ejemplo, si uno caía enfermo o se le moría un macho, los familiares y vecinos íbamos a trabajar su propiedad los domingos o días festivos. Se podrían poner muchos otros ejemplos de cómo antaño actuábamos según aquello de "hoy por ti y mañana por mí" y ahora eso no se hace, sino todo lo contrario: que, como se suele decir "somos pocos y mal aunidos".
Siguiendo con el tema de las viñas, cada cual calculaba sobre poco más o menos las cántaras que iba a coger y preparaba los envases. A continuación, comenzaba la vendimia el día que se hubiera fijado. Trabajaba todo el mundo, igual chicos que ancianos. Se iban cortando los racimos y se echaban en cunachos. Cuando el cunacho estaba lleno, se vaciaba en los cestos que estaban colocados sobre el carro. Y... toda una retahíla de carros iban desde los majuelos hasta los lagares para descargar la uva.
En Alcozar había varios lagares: el lagar Grande, o del Tio Foronda; el de la Tia Miquelilla; el Pequeño; el del Tercio y del de Carraiglesia. Y aún hubo algunos más. Por cierto que actualmente, a excepción del primero, todos se hallan en ruinas.
La campaña de la mostería duraba unos quince días el año que venía buena cosecha. Todos los lagares estaban llenos y en cada uno había un pesador, que se ocupaba de llevar las cuentas de la uva que cada cual había depositado en el lagar y después calcular el reparto del vino. Si a alguno le faltaba algo de uva para completar cántaras, solía ir al rebusco, es decir a coger los gajos o racimos que hubieran quedado olvidados en las viñas. El rebusco se hacía una vez finalizada la vendimia.
Después se pisaba la uva e iba saliendo el mosto. Eran los mozos por lo general los que, con una pelleja al hombro y unos cencerros a la cintura, repartían el vino por las bodegas. Los cencerros servían para saber si se encontraban bien los que estaban dentro de las bodegas pues, como se sabe, el vino desprende tufo cuando empieza a fermentar.
Los chicos, al salir de la escuela, pedían en casa un trozo de pan e iban a los lagares a que se lo mojaran en mosto los hombres. Era una de las meriendas más apetitosas y, sobre todo, si había en casa algo de azúcar para echar por encima.
En el mes de octubre llegaba la siembra o la semienza, que así se decía por aquellos entonces. Generalmente duraba desde el 20 de octubre hasta el 11 de noviembre. Este último día coincidía con la feria de San Esteban de Gormaz, y allí acudíamos todos; no podía fallar nadie. Los chicos y jóvenes esperábamos esta fecha con ilusión.
Después había que arrancar la poca o mucha remolacha que se tuviera. Se sacaba de la tierra con un gancho. Se "escocotaba", es decir, se cortaban las hojas -generalmente heladas- con una hoz y se iban haciendo montones. Luego se cargaban en los carros y se llevaban a Langa, a la estación del tren, desde donde partían para la azucarera de Aranda de Duero.
A continuación se cortaba la leña del monte. Se talaba por lo menos la necesaria para el consumo de casa y, si sobraba algo, se solía vender a los panaderos. La leña se ataba en gavillas y se guardaba en alguna "tinada" o en leñeras cerca de las viviendas para irla gastando según se precisaba. Este trabajo duraba hasta el mes de febrero. En algunas ocasiones se cortaban enebros, porque éstos se hacían grandes y se apoderaban del roble. La barda del roble se recogía en cargas (cada carga contenía cinco gavillas) y se utilizaba como alimento para las ovejas.
Durante el invierno, al caer la tarde, llegaban al pueblo los borregueros con sus ovejas y corderos. Iban tocando un cuerno desde la entrada hasta el final y, de chicos, nos divertía mucho esta estampa.
Con esto, casi he llegado a la fecha del principio. Sólo queda la poda, pero esta labor se hacía a la vez que otros trabajos. También falta sarmentar, es decir, recoger los sarmientos cortados de las cepas, cosa que hacían siempre las mujeres. Los sarmientos también se utilizaban -y se utilizan todavía- como combustible, en especial para asar chuletas.
Y de esta forma, año tras año, y siguiendo unas labores a las otras, se pasa la vida del labrador, que hoy es menos dura que antaño, pero quizás más aburrida.
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