[...] La matanza era un acto festivo y comunal, un rito atávico y primario imbuido de la milenaria sacralidad que envuelve desde siempre a la caza y a la muerte animal para sustento y alimento. La necesidad atemperaba y diluía la compasión, pero no la borraba del todo. Como en las romerías y en las fiestas patronales, el respeto, la consideración y la devoción se manifestaba elevando el acto a festivo y comunal. En medio de los fríos de noviembre que caían como plomo en la Sierra, la matanza era la última gran fiesta hasta Navidad. Un canto brevísimo a la fugaz abundancia, un agradecimiento a Dios por el alimento y una recompensa justa por lo criado con mimo durante todo el año. La abuela Timotea recogía en un capazo las bellotas de los robles de la Umbría y cocía calderos enormes de berzas y patatas de la huerta. El abuelo Marcos, viudo y pobre de solemnidad, recogía las hojas de los chopos en otoño, las ortigas y los cardos.
El aguardiente y la bota de vino, clarete que en mi pueblo el Abril traía de la vecina Rioja, calentado luego en el puchero al fuego de la lumbre y azucarado, corría de boca en boca y de brazo en brazo, mientras hombres, mujeres y niños trabajaban y canturreaban al unísono, contagiados de una dicha única, especial y animal y con un perfecto reparto de tareas que atañían a todos y que todos asumían sin rechistar: los hombres lo físico, el agarrar, matar, desangrar, abrir en canal y despiezar; las mujeres lo delicado, el aviar, limpiar y cocinar (esas pastas y esas comidas únicas de la matanza) y los niños, el jugar, ver, mirar y ayudar. Así durante una, dos o tres jornadas, en función del número de gorrinos a matar. La escena se completaba siempre con un nutrido grupo de gatos, perros y otros animalejos domésticos que acudían siempre a por las sobras del festín.
La matanza era un ritual y, como todo ritual, tenía su propia liturgia. En cada pueblo o en cada zona tenían su forma, su orden y su modo de hacerse, sus artilugios caseros y sus prácticas ancestrales transmitidas y aprendidas de generación en generación. Como en las santas misas, siempre había uno que dirigía los oficios y el sermón, que vestía sotana (el célebre mono azul, «el buzo» que decía mi abuelo) y que manejaba hachos y cuchillos con mágica habilidad, con el tino y la precisión del mejor cirujano. Cuando él actuaba, el resto de los feligreses miraban.
Todo varón alcanzaba la plena madurez cuando asumía el relevo en la matanza. En mi pueblo había también un matarife que iba por las casas, el Tío Matasantos, que luego fue también enterrador y curandero. Como los trasnochos de las mujeres en el hogar, la matanza era un acto social y comunal, donde se transmitía de viva voz la sabiduría y la tradición oral. Al calor del aguardiente y del vinejo malo, igual se contaban historias del día anterior, que cuentos y leyendas del tiempo de los romanos, de los moros o de Matusalén. Con el buche lleno y con la satisfacción del trabajo bien hecho, todos se evadían por un instante de sus duras y sacrificadas vidas.
A mi pueblo venían a vender lechones en un carro de la vecina Rioja, por las Siete Villas y remontando el Najerilla hasta Neila, y de ahí a Quintanar y a todos los pueblos de la comarca de pinares. También había quién los criaba en casa y los vendía en el pueblo, como de últimas hizo la Basilisa, una memorable mujer centenaria que llevó durante gran parte de su vida un riguroso luto. De niños nos daba miedo verla pasar. Tenía el casito de los cerdos junto al cementerio.
Como con el resto de animales de la cuadra, con los cochinejos se convivía en casa como si fueran uno más, se les cogía un cariño casi fraternal y hasta se les bautizaba. Se guardaban en el hueco de debajo de la escalera, en el zaguán, en sus propios cobertizos o en un espacio reservado en las cuadras. El nombre del aposento, corte o cortijo, denotaba ya la nobleza, la importancia y la calidad del huésped. Mi abuelo Adolfo tenía en el cortijo una pila gótica que sacó el abuelo Lucio de la iglesia parroquial para dar de beber a los cochinos.
Los gorrinos se chamuscaban con helechos y berezos y se rascaba la piel con cazoletas o rasquetas hasta dejarla completamente limpia, se desangraban para aprovechar «la sangre de Cristo» en las morcillas, se abrían en canal en el banco de matar y se vaciaban las mantecas y las entrañas (el mondongo) en los barreños o en las gamellas fabricadas con pino albar. Tras una noche de oreo, se procedía a descuartizar al animal, separando la cabeza, costillas, lomos, perniles, jamones… Mi Tía Menchu aún conserva en el pajar los barreños, los ganchos, las gamellas y las orzas de las matanzas. Su pequeño museo familiar.
En tiempos de duro trabajo físico, lo más apreciado era siempre el tocino, que solía comerse diariamente y ser moneda de cambio. El jamón curado a veces se quedaba para casa y otras muchas, cuando había necesidad, se vendía. La abuela de mis primos de Canicosa solía contar cómo de niños, de camino a vender un jamón a los Medrano de Quintanar (los más ricos del pueblo), se dieron cuenta que el jamón estaba malo, rancio y agusanado y por miedo a volver con la mala noticia a casa, sin jamón y sin dinero, taparon los gusanos con tierra y nada más cobrar marcharon corriendo a casa sin mirar atrás.
Una vez el Tío Perico, guarda forestal, se encontró unos rayones de jabalí en el monte y se llevó a casa uno para criarlo, engordarlo y cruzarlo con una cochina de la Basilisa (cerdalí se llamaba el hibrído de cochino y jabalí, muy apreciado en estas tierras guisado o escabechado). Hasta lo paseaba orgulloso por las calles. Unos meses después, se lo robó el Tío Jesús de Quintanar, un hombretón egoísta y avaro, «más malo que la peste». A mi pueblo venía a vender pimentón el Tío Pimentonero de la Vera, con su borrico y sus alforjas, un viejo seco y enjuto, muy arrugado y moreno, de un moreno rojizo que no se sabía si era del pimentón o de cocerse todos los días al sol. El producto de la matanza y los variados embutidos (jamones, costillares, lomos, chorizos, morcillas, etc.) se colgaba en las varas y clavos de la cocina y se curaban al humo, como si fueran lo brazos de cristal de una de esas suntuosas lámparas que cuelgan en los salones reales. También se almacenaban en aceite en orzas enormes para el consumo de todo el año.
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